Ariana Harwicz: «Con la literatura puedo ser pirómana sin acabar presa»

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Escribir, ya lo decía ella misma en el ensayo ‘El ruido de una época’, es meterse en problemas. Bajarse al fango, ensuciarse a conciencia. Las manos primero, luego todo lo demás. «Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron», aseguraba. «Lo políticamente correcto es la gangrena del arte de este siglo», voceaba. Venía Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) de colarse en la mente del monstruo con ‘Degenerado’, perturbador soliloquio de un pedófilo asediado por una turba pero, por si quedaba alguna duda, por si no había quedado claro, la argentina sigue predicando con el ejemplo y haciendo de la incomodidad un arte.

«Trato de escribir sobre lo inconcebible y lo impensable; sobre el tabú», defiende Harwicz durante una fugaz visita a Barcelona. Y ahí está su cuarta novela, ‘Perder el juicio’ (Anagrama), con las cervicales astilladas de tanto asentir para darle la razón. ¿Tabú, dice? Veamos: ‘Perder el juicio’ es la historia de un secuestro, de una relación que se descompone y de cómo el título es, al mismo tiempo, causa y consecuencia. Es, en fin, la historia de una madre judía, de una primera persona desbordante e impetuosa hasta la asfixia, que pierde la custodia de sus hijos y decide huir con ellos. Cargarlos en el coche y prender fuego a todo lo demás. «Esta especie de ajuste de cuentas salvaje y como de ‘western’, ese ‘te agarro al niño y te lo mato’, sucede en matrimonios aparentemente normales», desliza.

En el horizonte, al final de esa fuga a través de pueblos ignotos de la Borgoña francesa, un estremecedor cóctel de violencia vicaria, cordura a la fuga y el desamor como cruento campo de batalla. «Sé que hay divorcios calmos, tranquilos, como dos países que firman la paz después de haberse tirado misiles durante años, pero no fue mi caso», revela Harwicz. Y, acto seguido, lo aclara. Porque ‘Perder el juicio’, explica, nace de su propia experiencia; de la maraña procesal de encontrarse divorciándose en un tribunal francés en el que, entre otras cosas, se leían fragmentos de sus novelas para intentar demostrar que alguien capaz de escribir ‘La débil mental’ tenía que ser una madre terrible. «Para quien escribe es imposible vivir algo sin robárselo para la escritura, y yo robé esa experiencia de entrar en tribunales», relata.

‘Suspensión de la moral’

A partir de ahí, sin embargo, lo que manda es «la suspensión de la moral», la novela como «pasaje al acto». Atravesar la locura y volver para contarlo. «En la literatura no hay represión», dice. «Si tengo que ir a incendiar la casa, voy y lo hago. A mí me encantaría ser pirómana, pero sé que es completamente ilegal. Así que, ¿dónde puedo ser pirómana? ¿dónde puedo quemarlo todo sin acabar presa? En los libros», añade una autora para la que todo empezó hace más de una década con ‘Matate, amor’, primera entrega de su ‘Trilogía de la pasión’, obra finalista del Man Booker Internacional en 2018, y futura película con producción de Martin Scorsese, dirección de Lynne Ramsay (‘Tenemos que hablar de Kevin’, ‘En realidad nunca estuviste aquí) y Jennifer Lawrence encabezando el reparto.

En la novela, una visceral exploración de los horrores familiares y domésticos, la protagonista blandía un cuchillo, pero Harwicz la escribió a golpe de gasolina y lanzallamas. Sin compasión. «Siempre me impongo el rigor de que los personajes vayan al límite de sus deseos; no los reprimo ni cohíbo en su hostilidad, en su violencia», explica. Con todo, añade, la provocación no es su razón de ser. «Entiendo que pueda parecer que sí, pero nunca tengo esa pretensión, jamás. No sé cómo trabajan otros escritores, ni cuáles son sus motivaciones y deseos, pero nunca me digo ‘aquí quiero darle un puñetazo al lector o ponerlo nervioso’».

Habla con los muertos

Instalada desde 2007 en Francia, donde, asegura, escribe desde las ruinas, buscando refugio e inspiración en «monasterios, iglesias abandonadas, orfelinatos y casas demolidas», Harwicz ha aprendido a hablar con los fantasmas, a sintonizar las voces de los «supervivientes y traumados». «Un escritor tiene que hablar con los muertos así como los próximos vivos hablarán con nosotros cuando ya no estemos aquí. Yo lo hago todo el tiempo, literalmente», confiesa.

Al otro lado, alimentando el diálogo, autores como Céline, Primo Levi, Joseph Roth o Stefan Zweig. «Mi cabeza está en el medievo o en 1940; lo que pasa ahora lo miro desde ahí», asegura. Normal que, a la hora de echar el ancla y elegir diana, no tenga demasiadas dudas. «Cada escritor tiene que elegir su ángulo de ataque, y mi enemigo no es alguien en particular, sino la época. La época y su cinismo», sostiene.

De ahí nació, claro, ‘El ruido de una época’ y de ahí nace también, en parte, una novela en la que la narradora, como la propia Harwicz, es madre, judía y extranjera. «La conciencia europea está aliviada porque el judío pasó a ser el verdugo, el nuevo nazi. Se pide tolerancia al distinto, al diferente, a la minoría… Salvo con los judíos», lamenta una autora para la que parece que no hay más familia que la de «los escritores extranjeros». «Incluso de chica, cuando aún no escribía, siempre me sentía identificada con los autores que escribían desde la extranjería o desde lenguas extranjeras que cruzaban el charco», zanja.

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