Juan Manuel de Prada: «La inteligencia artificial es el castigo que nos merecemos»

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El manuscrito llega en una caja. Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) lo recibe en el Café Varela –es mediodía, ya sirven cerveza y la luz invita al placer del jamón–. El escritor se levanta, abre el cofre y saca mil ochocientos folios sin márgenes, llenos con una caligrafía contundente, sólida. Están escritos solo por un lado: son hojas administrativas, ministeriales, material de desecho. «Yo reciclo, soy un ecologista –presume–. En estos momentos soy el novelista más joven que escribe a mano en España». Luego avisa: «Cuidado, que las páginas están sin numerar».

La torre de papel se queda a un lado, como vigilando la conversación. Ahí vive y odia Fernando Navales, protagonista de ‘Las máscaras del héroe’ que Prada ha resucitado para esta nueva novela, ‘Mil ojos esconde la noche’ (Espasa), una inmersión en el París ocupado por los nazis donde los artistas intentan sobrevivir y la Falange se esfuerza por ganar adeptos. Un proyecto tan oceánico que ha tenido que partir las aguas y dividirlo en dos tomos. Este es el primero.

—Por tema, tono, ambición y extensión esta parece un libro de otro tiempo.

—Hace mucho que decidí olvidarme de las modas. Parece que si quieres ser un escritor de ‘best sellers’ tienes que hacer una novela de psicópatas, y si quieres ser un escritor literario tienes que escribir una novelita sobre tu papá. Es tremendo. Esto nos habla de un mundo que se está uniformizando de forma monstruosa, que se está igualando por lo bajo. De alguna manera, se podría decir que la inteligencia artificial es el castigo que nos merecemos.

—¿En qué sentido?

—Nos hemos gregarizado, nos hemos vulgarizado, nos hemos chavacanizado, nos hemos estandarizado. Y ahora que ya somos un rebaño nos atizan la inteligencia artificial [y ríe]. En este sentido, me parece casi un acto de subversión política escribir un libro así.

—Empecemos con las subversiones: sostiene que la Tercera España nunca existió. Y pone como ejemplo a Gregorio Marañón.

—Es que la Tercera España básicamente no existió. Pretender que las dos Españas eran una la España de los demócratas y otra la España de los fascistas es un chiste. El propio Gregorio Marañón lo explica perfectamente en un artículo que publica recién llegado a Francia. En la España republicana había republicanos demócratas, pero también revolucionarios, partidarios de las dictaduras más horrendas, comunistas, anarquistas… Y en el bando franquista están los falangistas, pero también los carlistas, los monárquicos, los conservadores y los liberales como Marañón. Esta es la realidad. ¿Qué ocurre? Que las familias de los que eran republicanos de derechas o monárquicos conservadores, que fueron franquistas, se inventan el rollo de la Tercera España para que no les señales como franquistas. Y hacen creer al mundo que la España franquista era una España fascista. Esto es falso desde el primer momento.

—En la novela se ve cómo casi todos los artistas exiliados en Francia acaban participando en las actividades culturales de Falange.

—Esa es la cruda realidad. En octubre del año 1942 Falange organiza una gran exposición de arte español para celebrar la Hispanidad. Y participan todos los artistas exiliados. Todos menos Picasso. Él no necesita participar porque es multimillonario: mientras la gente estaba pasando hambre en París, él daba de comer a sus perros pollos asados. Era un hombre al que las autoridades de la ocupación no molestaban. Arno Breker, el escultor áulico de Hitler, le dijo que había dos artistas a los que no había que tocar: Jean Cocteau y Pablo Picasso. Porque tenían un renombre internacional y había que evitar la propaganda de la prensa enemiga. Por eso hizo lo que le dio la gana.

—Así que Picasso estaba por encima del bien y del mal.

—No, estaba en el mal. Humanamente era un personaje bastante lamentable. Y no solamente por el trato que dispensa a las mujeres. Él se niega a firmar una carta en apoyo de Max Jacob, un escritor judío que se había convertido al catolicismo y del que él era padrino de bautizo. En el año 43, la Gestapo lo detiene y lo interna en el campo de Drancy para luego mandarlo a los campos del Este. Cocteau, muy gallardamente, escribe una carta al embajador alemán pidiéndole clemencia para Max Jacob. Y le pide a Picasso que firme también la carta. Una carta pidiendo clemencia para su ahijado. Y se niega. Y aunque el embajador alemán concede la clemencia, cuando va Cocteau con la carta a Drancy Max Jacob acaba de morir de pulmonía [se queda pensando]. Hay gradaciones dentro de la vileza y de la miseria humana, pero Picasso está en un escalón bastante alto. Además, es un artista total y absolutamente sobrevalorado.

—Describe los campos de concentración franceses como infiernos.

—El cartelista Carles Fontserè dice en sus memorias que los campos de concentración franceses eran muchísimo más duros que los alemanes. Pero esto no debe extrañarnos, porque la legislación antisemita de Francia era más dura que la legislación alemana, al menos hasta los últimos años de la guerra, ya cuando Alemania adopta ya la decisión de matar a los judíos.

—Cuando aparece Celine, el narrador dice que el antisemitismo de su prosa es el antisemitismo del pueblo francés.

—Es que el pueblo francés era furibundamente antisemita. Francia seguramente ha sido una de las naciones con un pasado más oprobioso que, sin embargo, ha logrado que todo el mundo se crea que es el paladín de los derechos humanos. Son unos grandes publicistas. Por ejemplo: el movimiento de la resistencia contra la ocupación es un movimiento muy tardío, no surge hasta que Stalin no da la orden. Durante más de un año, en Francia no hubo ni un solo atentado y allí todo el mundo estaba tan campante

—Cita varios textos de Ruano elogiando a Hitler con una prosa melosísima.

—Es que cuando Hitler comienza a mandar en Alemania la fascinación que produce es extraordinaria. Porque levanta a un país que ha sido humillado, derrotado, castigado de forma loca y repugnante por las potencias vencedoras y lo convierte de nuevo en una potencia. La prensa de derechas sentía una admiración enorme. Son muy pocos los que en los años treinta tienen la lucidez de darse cuenta de lo que está pasando. Cuando el Papa Pio XI hace la encíclica contra el nazismo, a muchos sectores de la derecha católica les parece que es un disparate.

—La novela parece casi una reivindicación de la complejidad histórica. De las dobleces humanas.

—El estudio serio de la historia nos exige despojarnos de los tópicos. Porque nos revela que los acontecimientos históricos están protagonizados por seres humanos. Y los seres humanos son un abanico de sorpresas. Engendros como los de la memoria histórica intentan arrasar con la complejidad humana. Y eso solo genera fanatismo. Porque la gente de buena voluntad acepta los estereotipos y reniega de la humanidad. Pero los estereotipos son lo contrario de lo humano. La gente piensa que lo digno es comportarse como un robot. No como un ser humano. Y a mí esto me parece peligroso.

—Los críticos han emparentado esta obra con el esperpento de Valle-Inlcán. ¿Se siente heredero de esa mirada?

—Me considero un escritor de esa estirpe barroca y esperpéntica: Quevedo, Valle Inclán, Cela… Son referentes en mi literatura, indudablemente. Y Valle-Inclán, en concreto, es el escritor más próximo estéticamente a esta novela. Por su visión de la realidad, de la historia, de las personas. Además, Valle-Inclán era carlista. Es una afiliación con la que yo simpatizo.

—¿Qué nos revela el esperpento de la realidad?

—El esperpento es el expresionismo a la española, el expresionismo con la sangre del barroco español. El esperpento sirve para hacer una crítica mordaz desde una distancia burlesca.

—Por cierto: no se ha ahorrado la escatología en estas páginas.

—Los enemigos del barroco presentan la escatología como un exceso verbal, un regodeo en la guarrada. Pero esto es falso. La escatología nos está hablando de que nos vamos a morir. De que estamos hechos de barro. O sea: que somos pobres gentes, que la realidad es que todos los días nos tenemos que meter en una habitación a donde vamos a expulsar inmundicias. Y esas inmundicias forman parte de lo que somos. El hecho de que en la literatura española en estos momentos la escatología esté prácticamente vetada, yo creo que habla un poco de lo que está sucediendo: del patético endiosamiento humano.

—Hay palabras que ya solo pueden leerse en sus libros. ¿Otro empeño barroco?

—La jibarización del lenguaje es una expresión de la jibarización de lo humano, no nos engañemos. Cuando hablamos con menos palabras nos estamos pareciendo más a una máquina. Y nuestro mundo se vuelve más pequeño. Mi abuelo designaba por su nombre todos los árboles, todos los pájaros. Nosotros ya solo podemos decir: un pájaro, una planta, un árbol. En el momento en que no sabemos distinguir una abubilla de un vencejo estamos muertos. El lenguaje hay que mantenerlo vivo porque manteniéndolo vivo estamos diciendo que nosotros estamos vivos. Ahora bien, yo escribo muy rápido y esas palabras acuden de forma totalmente natural a mí. No hay ningún rebuscamiento. Las cosas hay que designarlas exactamente. Es lo que procuro hacer.

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