Muere a los 81 años Francisco Rico, académico y experto en ‘El Quijote’

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Escribo esta nota de despedida un desapacible sábado 27 de abril de 2024. Cuando vea la luz, será ya 28 del mismo mes, y en esa fecha el maestro Francisco Rico Manrique hubiese cumplido sus primeros ochenta y dos años. Pero murió sin cumplirlos. Poco antes de que cruzase el espejo definitivo, me habría gustado estar junto a él, en su lecho de muerte, para decirle, con los ojos anegados en lágrimas, lo que Sancho le dice a un don Quijote moribundo en el capítulo LXXIV de la segunda parte de la inmortal novela de Cervantes: «No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía». Pero en los lances decisivos, aquellos en los que la muerte se juega su prestigio y acaba, siempre, ganando la partida, frases acribilladas de cariño y ternura como las de Sancho no dejan de ser meros efluvios de esa ilusión de permanencia que habita siempre en la cabeza y, sobre todo, en el corazón, de los seres humanos.

Francisco Rico se ha ido al país de donde nadie vuelve, pero ha dejado tras de sí una estela tal de sensibilidad e inteligencia filológica y literaria que será difícil, por no decir imposible, que su huella no permanezca durante mucho tiempo en la memoria de las generaciones venideras, mientras haya lectores de ese Quijote sobre el que tanto trabajó en el último tercio de su vida, depurándolo hasta límites inexplorados antes de la formidable irrupción ecdótica de Rico en la compleja quaestio textual que plantea la primera novela moderna.

Fue mi maestro, Manuel Fernández-Galiano, quien me presentó a quien siempre será para mí Paco Rico, con el hipocorístico familiar con que siempre me he dirigido a él, sin que ello disminuyera un ápice el respeto y la admiración que me infundió desde el primer encuentro. Los dos primeros libros suyos que leí aparecieron en 1970, que fue el año en que me lo presentó Galiano: ‘La novela picaresca y el punto de vista’ (Seix Barral) y ‘El pequeño mundo del hombre’ (Castalia), dos magníficos y eruditos ensayos que, además, se leían con la misma fruición con que Alonso Quijano devoraba los libros de caballerías o Borges la epopeya de Gilgamesh. Hasta las notas exegéticas o puramente bibliográficas a pie de página revelan en Paco una voluntad de estilo admirable.

Poeta ocasional, muy en la órbita de la generación del 50, a la que pertenecía en su franja más joven, publicó infinidad de poemas propios y ajenos en tiradas domésticas de poquísimos ejemplares, de los que hay alguna muestra interesante en mi biblioteca. Su pasión por Petrarca, de quien probablemente era reencarnación metempsicótica, lo llevó a ser considerado en Italia, su segunda patria, como príncipe de petrarcólogos, pues estudió al de Arezzo con un fervor muy especial, entregando a las prensas varios libros sobre él, especialmente su genial ‘Vida u obra de Petrarca’, otra de sus piezas que prefiero. Fíjense ustedes cómo insisto en la pluralidad de intereses del maestro desaparecido, porque me resisto a que sea recordado únicamente como estudioso del Quijote.

No puedo terminar esta apresurada semblanza del gran catedrático y académico sin consignar que me inspiró un poema, incluido en mi libro ‘Bloc de otoño’ y titulado ‘Sueño de Paco Rico’. Citaré alguno de sus versos: «Se iba haciendo de noche y no encendíamos / la luz, pero seguíamos charlando / de no se sabe qué en una penumbra / que iba virando a sombra, y nuestra charla / devenía infinita, interminable, /como la noche en el palacio feérico / de Alcínoo…».

Desde hoy, y hasta mi partida, nuestras conversaciones tendrán lugar tan solo en sueños, como la charla onírica que mantuvimos en aquel poema.

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