Los malos libros buenos | Opinión de Mario Garcés

23

Hace algunos años, tuve la ocasión de compartir caseta en la Feria de Libro de Madrid con Jorge Edwards. A la sazón, para aquellos que andan limitados en conocimiento de la literatura latinoamericana, era el escritor chileno vivo más prestigioso del momento. Hombre de ojos abreviados y de rostro añejo, acompañamos la firma de nuestros libros con una conversación plácida, entre la diplomacia y la escritura. Eran muchedumbre, o mansedumbre según se mire, los que pasaban ajenos a la presencia del Premio Cervantes, y, en cambio, se detenían en una caseta de la acera de enfrente, cerca del memorial de Ramón y Cajal en el Retiro. Allí firmaba un tipo de apariencia extravagante con una cola de espera que podía llegar hasta el mismo lago del parque. Edwards miraba, con una sonrisa apagada, cómo una adolescencia pletórica se afanaba por obtener la firma del pretendido autor. “¿Quién es este hombre?”, me preguntó con curiosidad indisimulada. «No lo sé, la verdad, pero vender, vende», le contesté, antes de entregarnos nuevamente a nuestras cavilaciones sobre la literatura y sobre la vida misma.

Confieso que al concluir la liturgia de la firma, esa misma tarde me encaminé a unos grandes almacenes para fisgonear alguna obra del meritorio escribiente. No desvelaré el nombre por pudor y hasta por respeto, pero aquello me pareció una basura incalificable. Sin paliativos. Y me hundí en la extrañeza y en la resignación de que todo había cambiado definitivamente.

Y es que a este país no lo reconoce ni la madre que lo parió. Delibes, Valle o Cela, si fueran autores noveles, no venderían hoy un colín en la Feria del Libro. Es más, para la inmensa mayoría de los lectores auspiciados por la estupidez declarada del nuevo siglo, su escritura sería una tabarra indigesta. Porque, casi sin quererlo, hemos dejado muy atrás el Siglo de las Luces para instalarnos irremediablemente en el Siglo de la Oscuridad. Las librerías están plagadas de malos libros buenos para las editoriales y para una demanda cada vez más simplona y aborregada. Si la literatura queda rezagada al rincón de la demanda efectiva y del éxito editorial, el desastre está asegurado. Los premios literarios más importantes de este país son una broma de mal gusto y un insulto a la inteligencia de quienes hicieron de la literatura una profesión digna en el pasado. La calidad sustituida por la rentabilidad al servicio de una caterva mayoritaria de lectores que no puede superar la barrera de las seis palabras por frase. Lo demás es como escalar el Everest descalzo y con un brazo atado a la espalda. La triste paradoja de los malos libros buenos.

Brooklyn Tech Support

Leave A Reply

Your email address will not be published.