El fantasma en la máquina

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Este 23 de abril, no las verían firmando en ningún puesto o caseta, pero las autoras más prolíficas de los dos últimos años han sido inteligencias artificiales generativas. Considerando su ritmo de producción, falta poco para que en un solo día generen el mismo número de libros que los que escribieron durante toda su vida autores humanos como Lope de Vega (con más de 1.500-2000 piezas teatrales, a las que habría que sumar cientos de poemas y algunas novelas) o Corin Tellado (a la que se le atribuyen alrededor de 4.000-5.000 libros). Hasta Ryoki Inoue (famoso por publicar de media seis novelas cada mes) palidece ante la velocidad con la que las IA emiten textos, como refleja el hecho de que Amazon haya limitado la publicación de libros mediante su servicio de autoedición a tres por día y usuario, con el fin de evitar que los autómatas saturen su plataforma.

Cantidad, por supuesto, no es sinónimo de originalidad o calidad. Junto a la falta de un cuerpo físico, el motivo principal por el que ayer no encontrarán filas de personas aguardando a que un robot les firmara un libro, se debe al desinterés general del público por sus trabajos literarios.

Las obras de la Inteligencia Artificial soportan la peor crítica: la indiferencia. Hasta el momento, ningún libro creado integra o mayoritariamente por una ha logrado destacar, ni siquiera como entretenimiento ligero. Para los apologetas más entusiastas de la tecnología, tan solo es cuestión de tiempo y dinero. El que requieran desarrollar ordenadores más potentes, proporcionarles más datos, y mejorar los algoritmos que utilizan. Y quizá lleven razón. No obstante, asumiendo que van a seguir mejorando sus prestaciones, no parece fácil que consigan resolver varias carencias estructurales. Escribir exige tener algo que contar y las máquinas no lo tienen, porque tampoco disponen de voluntad ni de experiencias propias. Para superar este problema, como Lázaro o el monstruo de Frankenstein, deberían levantarse y echarse a andar; vivir, en definitiva, lo que al menos por ahora queda bastante lejos de sus capacidades. Salman Rusdhie, recientemente, explicaba que había sentido la necesidad de escribir su último libro, ‘Cuchillo’, como una forma de exorcizar el dolor que le había provocado el atentado que sufrió hace dos años, y de agradecer la ayuda que le había brindado su mujer. Estas palabras en boca de una IA resultan inconcebibles, puesto que las IA no necesitan ni sienten, solo ejecutan. El precio de que las IA no puedan contestar “preferiría no hacerlo”, es que, a la inversa, tampoco hay nada que prefieran hacer, lo que limita severamente sus habilidades narrativas. Puede parecer una simple apelación retórica, pero sin el deseo de contar, resulta muy complicado crear una buena historia, porque es ese deseo, junto a las preferencias personales del narrador, el que moldea el lenguaje utilizado en cada caso. No solo se trata de escribir bien, sino de escribir bien como uno quiere y necesita. La excelente voz de Gabriel García Márquez resultaría impropia en una obra de Margaret Atwood, y viceversa. Forma y fondo están unidas intrínsecamente.

En ese sentido, las IA, sin necesidades ni experiencias propias, ni mayor comprensión de lo que hacen que una calculadora, siempre andan con los zapatos de otro. Esto tiende a generar dos problemas: o bien emplean ese calzado en terrenos para los que no se concibieron, trasmitiendo una sensación de desajuste entre el estilo y la sustancia; o los zapatos las conducen por senderos ya transitados por su propietario original. Esta segunda dificultad se ve reforzada por la orientación probabilística de sus algoritmos. Las IA no crean más que en sentido figurado, predicen. Partiendo de la base de datos con las que han sido alimentadas, proporcionan la respuesta que “creen” que es más probable que satisfaga a quien ha formulado la petición. De ahí, que aunque se le pueda forzar a explorar opciones menos convencionales, su naturaleza las predispone a no desviarse demasiado de lo preexistente. Ni Kafka, ni Herman Melville, ni las hermanas Bronte, o Virgina Woolf hubieran surgido de una IA, ya que en el momento en el que se consagraron no encarnaban la respuesta estadísticamente previsible. De igual modo, tampoco parece probable que sus equivalentes en el contexto actual vayan a provenir de una IA. Nuestros androides no sueñan con ovejas eléctricas, como sugería Philip K. Dick, sino con ovejas de carne y hueso, porque no tienen más sueños que los que regurgitan de los humanos. Somos el fantasma que habita en la máquina.

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