Neiba, Azua y Santiago en marzo de 1844 (y 3)

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EL AUTOR es abogado e historiador. Reside en Santo Domingo.

El 30 de marzo de 1844, en la ciudad de Santiago de los Caballeros, hace ahora 180 años, los dominicanos, una vez más, demostraron su coraje y su firme decisión de enfrentar con las armas a ocupantes extranjeros.

Los hechos bélicos de aquel día, en el corazón de la hermosa tierra cibaeña, forman parte de las páginas gloriosas del pasado de nuestro país, a pesar de que algunos han pretendido restarles méritos.

La República Dominicana sólo tenía un mes de nacida cuando más de 10 mil invasores haitianos se asomaron por la puerta oeste de la ciudad de Santiago de los Caballeros, en horas tempranas de la mañana de aquel día histórico.

Dirigiendo a dichos agresores, que penetraron mayoritariamente por Dajabón, estaba el general Jean-Louis Pierrot, un personaje siniestro que les tenía un odio larvado a los dominicanos, tal y como él mismo reconoció conforme notas recogidas por historiadores de su país.

Esos intrusos trataban de aniquilar la soberanía nacional y de causar el mayor daño posible. Cometieron muchos atropellos en contra de la población indefensa de los pueblos y aldeas por donde pasaban, en la zona conocida como Línea Noroeste.

Ha quedado comprobado que el objetivo de los dichos extranjeros era tomar a sangre y fuego la segunda ciudad del país; masacrar a sus habitantes y seguir ruta hacia la capital de la República, para consumar su vuelta triunfante a lo que en su delirio ellos llamaban con malicia, falsedad y soberbia su “parte este”.

Sabían que para lograr eso tenían que controlar las tres fortificaciones bautizadas con los nombres de Dios, Patria y Libertad, señorearse sobre las diversas colinas que emergen de la geografía de la zona y adueñarse de trincheras paralelas y en zigzags y fosos diversos que servían de defensa a Santiago de los Caballeros.

Por lo que pretendían hacer el 30 de marzo de 1844 se concluye que los que dirigían los ataques querían repetir hechos del pasado, especialmente los crímenes que en abril de 1805 cometieron los generales haitianos Jean-Jacques Dessalines y Henri Christophe en Monte Plata, Cotuí, La Vega, Moca, Santiago y otros pueblos dominicanos.

Dessalines y Christophe, al tragarse el palo de la escoba, huían entonces en retirada frustrante desde la ciudad de Santo Domingo hacia su país, al frente de una caballería de curtidos matones y 30 mil soldados de infantería.

Summer Welles, en su obra La Viña de Naboth, describió los aludidos crímenes. Así también otros historiadores dejaron para la posteridad sus investigaciones sobre esa nefasta orgía de sangre e ignominia contra los dominicanos.

Retornando a la batalla del 30 de marzo de 1844, en Santiago, hay que decir que tuvo una significación impactante en el proceso de consolidación de la independencia nacional, más allá del triunfo de las armas dominicanas.

De ese hecho bélico dijo el historiador Alcides García Lluberes que fue “el castigo condigno de los insolentes desafueros.” Agregó que “después de la batalla del 30 de marzo los hombres de Haití quedaron completamente convencidos de que el pueblo dominicano estaba animado de nuevas e invencibles energías.”

El jefe militar de Santiago era Ramón Matías Mella, portador de elevadas cualidades como táctico y estratega de guerra. Es pertinente recordar que Mella fue autor de uno de los primeros textos de doctrina militar elaborados en el Caribe insular, que luego fue usado por los victoriosos guerreros restauradores.

El 30 de marzo de 1844 el patricio Mella estaba en la zona serrana enclavada al sur de Santiago, en labores de reclutamiento de combatientes.

Fue tan fecunda la labor organizativa de Mella, previo a los hechos aquí descritos, que 47 años después el escritor Federico Henríquez y Carvajal dejó una nota reivindicativa en su favor: “A no ser por su celosa solicitud de elementos para la lucha, suyos habrían sido los inmarcesibles laureles del triunfo que obtuvo para sus sienes otro invicto héroe en la gran batalla del 30 de marzo.”

La realidad fue que por diversas circunstancias, que pueden inscribirse en lo que se conoce como azar de la historia, el principal héroe de la batalla de Santiago fue el general José María Imbert, un ilustre ciudadano francés avecindado en Moca, dedicado principalmente a labores comerciales y agrícolas, pero con un formidable entrenamiento militar.

De Imbert ya se sabía que era un ferviente partidario de la independencia dominicana.

Prueba de lo anterior fue que el 5 de marzo de 1844 lanzó una proclama que comenzó así: “Desde las aguas de Higüey hasta Las Matas de Farfán, y desde la península de Samaná hasta Dajabón, ha resonado el grito de Dios, Patria y Libertad…”

Cuando los invasores se acercaban por el oeste, como un vendaval implacable, Imbert fue llamado con urgencia para que se encargara de la defensa de la ciudad de Santiago, donde fue recibido “en medio de vítores y aclamaciones”.

Una de las compañías de combatientes más sobresalientes en la batalla del 30 de marzo de 1844, en Santiago, fue la formada por unos 150 trabajadores agrícolas provenientes de Sabana Iglesia y campos aledaños. Al frente estaba el diestro y corajudo coronel Fernando Valerio López.

Esos improvisados guerreros hicieron historia al infligir muchas bajas a los invasores haitianos en el Fuerte de la Libertad y también en un tramo del río Yaque del Norte.

Con sus machetes dieron origen a una elevada expresión de la bravura de los dominicanos. La hazaña bélica de esos labriegos se conoce desde entonces como la carga de los andulleros.

Ellos nunca se imaginaron, mientras araban y sembraban la tierra, que serían parte importante de la historia nacional.

84 años después de aquella acción valerosa el abogado, orador y político Arturo Logroño Cohén escribió sobre Fernando Valerio López lo siguiente: “…Enardecido por bélica embriaguez, decidió quizás con su carga, famosa en nuestros fastos militares, al frente de los andulleros de Sabana Iglesia, la brega marcial del 30 de marzo de 1844”.

Actores de los hechos dejaron testimonios (y cronistas de ambos lados de la frontera hicieron comentarios) sobre los cientos de muertos y heridos esparcidos en los llanos y colinas de Santiago durante aquella jornada que llenó de gloria a los dominicanos.

El héroe José María Imbert, en un informe del 5 de abril de 1844, cifró en unos 600 los haitianos muertos y una cantidad mayor de heridos.

Anotó, además, que: “El combate había principiado a las doce y siguió hasta las 5 de la tarde.” Remató su información de valor histórico expresando que la fuerza enemiga: “Por última vez se presentó en columnas cerradas, y nuestra artillería dejándola avanzar de frente, la pieza de la derecha tiró metralla sobre esta masa e hizo al centro un claro espantoso…”

El historiador haitiano Jean Price-Mars, al referirse a la batalla de Santiago, escribió: “El 30 de marzo, a la una de la tarde, las tropas haitianas se lanzaron al asalto. Duró la lucha más de cuatro horas sin que cayera la ciudad…Las pérdidas totales de su ejército, antes que pudiera atravesar el Masacre y llegar a Cabo Haitiano, son estimadas, entre muertos y heridos, alrededor de setecientos hombres.” (La República de Haití y la República Dominicana, tomo I, Pp.335 y 336.Eitora Taller, 2000).

Entre los héroes más sobresalientes de la batalla de Santiago, del 30 de marzo de 1844, hay que mencionar a José María Imbert, Fernando Valerio, Pedro Pelletier, José María López (defensor del Fuerte Dios), Achilles Michel, Angel Reyes (jefe del batallón La Flor), Francisco Antonio Salcedo, Manuel María Frómeta, Juana Saltitopa, Toribio Ramírez, los hermanos Juan Luis y Ramón Franco Bidó, José María Gómez, José Silva, Marcos Trinidad, Lorenzo Mieses y muchos otros, como por ejemplo, el artista popular conocido como Tiñaño, quien sin pretender ser como el flautista de Hamelín utilizó la música para hacer caer en trampas mortales a muchos enemigos.

Sobre las bajas dominicanas en ese conflicto tal vez nunca tengamos noticias verídicas. Más que ver como una farsa algunos comentarios al respecto, como los de los historiadores García (padre e hijo) y del héroe José María Imbert, hay que situarlos en el marco de lo que se conoce como “verdad estratégica”, tan común en todas las guerras.

El uso de ese tipo de “verdad estratégica” ha sido recurrente en todo enfrentamiento armado, de los muchísimos que ha tenido la humanidad.

Hoy esa anomalía de la realidad está muy presente en diversas actividades humanas, especialmente en la política, como bien lo explica en un sustancioso ensayo sobre la digitalización en la información el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en el cual demuestra que la verdad ha sido arrinconada. Él lo dice de esta manera:

“…no son ya los mejores argumentos los que prevalecen, sino los algoritmos más inteligentes”. (Infocracia. Editorial Taurus, España, 7 de abril 2022).

Antes, en la esfera militar, la veracidad fue encubierta con pólvora, catapulta, munición, plomo, lanzas, sables, machetes, cuchillos, espadas y artefactos de asta.

Ahora la agazapan detrás del uso de propelente de cohetes, proyectiles, drones y todo tipo de armas tácticas y estratégicas de alta gama.

Ese es un tema que fue abordado con curiosa fascinación en el más remoto pasado por el filósofo y general chino Sun Tzu, que habló de ella hace más de 2,500 años, y que figura en la obra El arte de la guerra.

Luego incursionaron en los por qué de la referida “verdad estratégica” los historiadores Tucídides, Heródoto, Jenofonte, Salustio, Eneas y otros; y así han continuado hasta hoy muchos publicistas y pensadores.

La historia militar está llena de juicios, retóricos unos y explicativos otros, en los que cada parte suprime detalles sobre sus muertos, heridos, lesionados, capturados y desaparecidos en batallas y guerras.

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