Del toreo alado al torero menos cantado, Lutgardo le pregona a lo quijotesco de la fiesta nacional

15

El primer milagro de la mañana se obraba en Pedro Caravaca, paso fronterizo entre Sierpes y Tetuán. Frente a la legión vasca que había tomado la ciudad se desperezaban dos aficionados mallorquines. Era el fenómeno de las minorías. Como el segundo prodigio del día, intramuros, en el suntuoso patio central del Real Círculo de Labradores, otrora convento de San Acacio de los agustinos, donde se hablaba de toros. Era el nexo de unión entre dos mundos enfrentados: el del torero que embelesa a la bestia con su verdad y el del futbolista que trata de trajinar con su engaño a la terna arbitral.

En este patio señorial, sin huerto ni limonero, un poeta le pregonó a la torería. Vestido de plata, con medias maestrantes y versos bordados a canutillos de oro. Lutgardo García, héroe contemporáneo «que lucha contra la muerte a favor de la vida» –Ignacio Trujillo dixit–, fijó su pluma sobre ese perfil menos cantado de la fiesta nacional, a la que ya le escribió otro poeta con alma de banderillero. Le brindaba Lutgardo su pregón a los músicos y los fotógrafos. Del maestro Tejera al maestro Pepe Morán. Para terminar volcando su tintero sobre la vida quijotesca de Curro Camacho, torero de espíritu libre y anárquico que ahora batalla «contra los molinos de viento de una sociedad digital y blandita, una sociedad a la que le repugna el dolor y la sangre y que quiere alcanzarlo todo de un modo rápido y fácil».

Dos tercios antes de aquella estocada final, cambió la seda por el percal para lancear al milenario arte de torear. De Mesopotamia a las cuevas de Altamira, de Creta a la Baja Andalucía. Verónicas machadianas de manos bajas para enfrentarse a la conversión de Antonio. Tratado como antitaurino, aunque se tratase de un «antitaurinos». «Formado en la Institución Libre de Enseñanza, a Antonio le parece que lo taurino, como hoy podrían ser otras aficiones, distraía al pueblo de lo que deberían ser sus verdaderos anhelos, el crecimiento intelectual y científico de la patria. Su honda preocupación por España, tan de español de fin de siglo, le hacía denunciar el casticismo y la mitomanía de los taurinos al igual que la beatería supersticiosa del pueblo».

El pregón, que se terminó de escribir el Domingo de Resurrección, se bordaba sobre el inevitable recuerdo a Pepín Tristán. Que se despidió hace tres lustros de la Maestranza, un domingo de pascua. Como en aquel paseíllo, esta corrida se abrió bajo los sones de La Giralda, el pasodoble predilecto del penúltimo director. Hablaba Lutgardo en cambio del primero. Del maestro Tejera, cuya presencia «brilla como los instrumentos de metal en las hondas raíces de mi sevillana genealogía, tío carnal de mi abuelo y hermano de mi bisabuela Margarita». Fue para él un soneto de naturales endecasílabos que retumbaron sobre la grada 7 de la Maestranza: «Hay una geografía de lo urbano, / de calles que se extienden como venas / que llevan los recuerdos y van llenas / de luz como los surcos de una mano». «Será que crece el río, que ha llovido, / que baja el agua por la calle Ciego. / Por ese mismo patio sale luego / un niño como un príncipe vestido». «Se escucha una saeta, canta el Gloria, / mientras ya palidece en Talavera / un príncipe en la estancia mortuoria». «Todo eso fue antes de que yo naciera / pero aquel mundo se abre en mi memoria, / cuando escucho la Banda de Tejera».

El pregón miraba a esa otra cara de la fiesta, como también se inspiraba en los más grandes. De lo quijotesco a lo alado. De Curro Camacho a Joselito y el Faraón de Camas, pasando por la décima al Pasmo de Triana: «Juan Belmonte toreó / con todo el cuerpo y el alma, / y dijo al reloj: ten calma / que el tiempo mando yo. / A mil toros dominó / como si fueran de arcilla. / Abriendo su chaquetilla, / citaba entregando tanto / como Cristo el Viernes Santo / entre Triana y Sevilla».

A Lutgardo lo había presentado el poeta Juan Lamillar en el tercer «milagro» de la mañana. Así lo reconocía el propio pregonero, gratificado por su honda amistad. A la que también hacía mención el prologuista: «Quiero creer que son tres las circunstancias que pueden justificar mi presencia en este atril: la amistad, la poesía y la tauromaquia. (…) Tanto Lutgardo como yo procuramos cuidar no sólo nuestra amistad, sino la amistad, una relación que para Borges no es menos misteriosa que el amor. En estos tiempos de individualidades y virtualidades internáuticas es cuando la amistad despliega unas exigencias nuevas que no excluyen la delicadeza, pues, como nos enseña Joseph Joubert: ‘Si tengo un amigo tuerto, lo miro de perfil’».

Lamillar esbozó también el otro lado del poeta, el de los pies de plomo que citó Bergamín. «Si la cabeza a pájaros de Lutgardo está pendiente de la poesía, sus pies de plomo se asientan en una dedicación médica que reparte entre su plaza en el Hospital Virgen del Rocío, como especialista en Obstetricia y Ginecología, su faceta de investigador y su docencia en el Hospital Universitario. Lo alado y lo metálico encuentran una fértil alianza en el día a día del doctor y del poeta. O sea, el ojo clínico y la mirada poética, que él va combinando según las distintas circunstancias».

La obra de Lutgardo, que estuvo amenizada por la música torera de la Banda Tejera, así como por el pianista Curro Soriano y la soprano Carmen Serrano, se abrochó con un sentido homenaje a Curro Camacho. Más que como torero, como instrumento enderezador de algunos renglones torcidos. El toreo como vía de escape, como orientación educativa en los barrios menos alados de la vida.

Leave A Reply

Your email address will not be published.