Trump, ante la gran decisión: ¿quién pierde primero, Netanyahu o el planeta entero?

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Desde hace exactamente 15 años, yo me apuesto cada primavera una botella de raki, ya saben, el licor anisado que es la bebida nacional de Turquía, a que este verano tampoco hay guerra entre Israel e Irán. Porque la guerra se vaticinaba con una regularidad solo comparable a la de la aparición de las sombrillas en la playa y los suplementos veraniegos en los periódicos. En 2010, cuando escribí mi primera columna sobre esto, ya era una rutina. “La guerra ficticia”, la llamaba yo. Y siempre ganaba la apuesta.

Hasta hoy. Ahora sí hay guerra. Algo ha cambiado, y no para mejor. Estamos ante un nuevo mundo en el que ya no vale lo que aprendimos durante décadas de geopolítica, equilibrio mundial y balance de intereses de las grandes potencias. Y este cambio tiene un nombre: Donald Trump.

Porque Benjamin Netanyahu no ha cambiado. Lleva 15 años con la cantinela de que hay que atacar a Irán, y antes que él ya lo pregonaba Ariel Sharon, desde al menos 2002. Siempre con la misma excusa de que Teherán desarrolla armas nucleares, y siempre con el mismo efecto: tener medio hemisferio occidental hablando de choques de civilizaciones y conflictos entre libertad y barbarie, con Israel por supuesto en el bando de los buenos. Era una guerra psicológica, este era su objetivo, y en esto se agotaba.

Yo sabía por qué no podía haber ataque real. Porque la geografía es tozuda e Irán controla el estrecho de Ormuz. Una vía marítima con una anchura de apenas 50 kilómetros, que comunica el Golfo Pérsico con el Océano Índico. Por aquí pasan cada día unos cien buques con un total de 20 millones de barriles de petróleo, principalmente proveniente de Arabia Saudí, Emiratos, Iraq, Kuwait… Es la quinta parte del petróleo que consume el mundo. Si se cierra el Estrecho, el mundo colapsa en cuestión de semanas.

Irán tiene las capacidades militares para interrumpir el tráfico marítimo en esta vía. Desde las escarpadas montañas al norte y este del estrecho se puede tener en el punto de mira a los cargueros no solo con misiles modernos, sino incluso con artillería convencional o con drones modestos. Desde los islotes dispersos por el Golfo se pueden lanzar ataques kamikaze con barcazas rápidas. Ni siquiera un portaaviones estadounidense podría garantizar el tránsito seguro, por mucha destrucción que siembre en la región.

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Es verdad que más del 80% del petróleo que pasa por aquí se destina a los mercados asiáticos: China, Japón, India, Corea. Solo un 5 % va a Europa y aún menos a Estados Unidos. Pero un colapso de las industrias asiáticas también arrastraría a la ruina la economía planetaria, porque el mundo feliz en el que cada país produce lo que consume y se protege con aranceles contra la importación de bienes extranjeros existe únicamente en la mente de Donald Trump. Además, China y Japón poseen tal cantidad de la deuda estadounidense que pueden hundir el dólar en la miseria, si se lo propusieran.

Por supuesto nunca se lo han propuesto: les perjudicaría a ellos mismos. Y por supuesto, Irán nunca se ha propuesto dañar la economía de China, país que es su primer socio comercial, comprador del 40 % de sus exportaciones. Era un poco como en las películas de vaqueros donde todo el mundo encañona a uno o dos contrincantes, y nadie va a disparar, porque acabarían todos muertos.

Durante décadas era fácil atenerse a este equilibrio frágil, que precisamente por su fragilidad garantizaba cierta paz mundial: nadie podía disparar el primer tiro. Por eso mismo, Benjamin Netanyahu podía cada año ladrar cual perro de pelea a punto de saltar al ring, anunciando la aniquilación inmediata de Teherán, pero nunca podía morder. Era evidente que Estados Unidos no podía dar luz verde a un ataque de verdad de Israel contra Irán.

Hasta que dio luz verde. Y ahora estamos más o menos todos sentados encima de un gran barril de pólvora, con un psicópata disparando a la mecha a ver si prende. Algo que yo nunca creía que fuese posible.

La guerra lanzada por Netanyahu contra Irán es la mejor demostración de que nos equivocamos todos quienes pensábamos que el mundo lo gobiernan las grandes fortunas, y no los políticos. Porque las grandes fortunas sí pueden muy bien ganar con una guerra regional —el armamento es una excelente mercancía y hay que fomentar el consumo—, pero siempre que quede bajo control. Lo que está haciendo Israel amenaza con hacer saltar los fusibles que garantizan la tranquilidad de los mercados internacionales. Y con un descalabro planetario no gana nadie. Las dos guerras mundiales fueron no solo una masacre para millones de personas humildes, fuesen obreros o militares, también fueron una ruina para los grandes industriales.

Sabemos qué desencadenó la II Guerra Mundial: el afán desmesurado de poder de un tipo con ínfulas de mesías que quiso elevar Alemania a primera nación del mundo, dispuesto a sacrificar el país entero en el intento. También sabemos lo que disparó la I Guerra Mundial, lo cuenta muy bien el lúcido periodista israelí (ya fallecido) Uri Avnery: —austrohúngaros, serbios, rusos, alemanes…— que se fueron mutuamente arrastrando a una guerra que no servía de absolutamente nada a nadie. Ya en 2017, Avnery dijo que Netanyahu pertenecía precisamente a esa especie. Aunque yo creo que lo más peligroso de Netanyahu son sus ínfulas de mesías, o las de los pequeños mesías de los que se rodea, y que realmente creen que Israel es el pueblo elegido por Dios, por encima de cualquier ley, por encima del resto de la humanidad. A la especie de la idiotez suprema pertenece Donald Trump.

A su manera, Netanyahu es coherente: sabe que Israel nunca puede firmar la paz, porque solo la guerra, eterna, imposible de ganar, es el pegamento que mantiene unidos los muy enfrentados . El país estaba a punto de estallar en una guerra civil entre derecha liberal —no existe izquierda en Israel— y ultraderecha fundamentalista, cuando lo salvó, prácticamente in extremis, el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023.

Pero si bien los israelíes ahora se mantienen unidos contra el enemigo, no olvidarán ni perdonarán el sacrificio —consciente, desalmado— de los rehenes, decretado por su Gobierno, y despedazarán a Netanyahu en cuando remita esa amenaza. Por lo tanto, la amenaza no debe remitir: el primer ministro israelí tiene que mantener a la población israelí bajo constante pánico a un armagedón. Si no basta con Hamás, hay que provocar a Hezbolá, hay que bombardear Siria, hay que hacer lo que sea para mantener alejada la paz.

Pero Irán no, era la consigna antes, dada por Washington. El cuadro de fusibles del planeta no se toca. Hasta que llegó Donald Trump y quitó los seguros.

No sabemos si Trump le dio luz verde a Netanyahu para el ataque, o si Netanyahu simplemente lo puso ante los hechos consumados, confiando en que Trump es suficientemente idiota como para dejarse arrastrar a cualquier parte, que es bastante probable. Porque en el mundo de Trump, eso ya lo ha demostrado ampliamente con sus discursos de aranceles, no existen equilibrios estratégicos, ni económicos, ni mercados, ni efectos políticos de nada que se haga: Trump se cree que el mundo es Twitter. Y poco nos dice su última declaración, al regresar del G-7 en Canadá, de que no busca un alto el fuego con Irán sino “algo mejor” y “un fin definitivo, un abandono verdadero de Irán”. No sé ni por qué cito la frase, porque habitualmente, Trump escribe por la tarde lo contrario de lo que dijo por la mañana, si es posible calificar de “contrarias” las vacuas zafiedades que él tiene por mensajes.

En un mundo así es imposible predecir lo que puede suceder, y ya no me apostaría ni un botellín de cerveza a ninguna de las posibles guerras mundiales que pueden estallar mañana. Es perfectamente posible que toda esta columna sea papel mojado antes aún de que ustedes la lean.

Aun así, podemos prever tres posibles escenarios futuros. Uno es que la gente que rodea a Trump tenga un repentino ataque de agallas —que Trump tenga uno de lucidez sería pedir demasiado— y le convenzan a coscorrones de que es imprescindible volver a agarrar a Netanyahu del collar para impedir que arrastre a Washington a las arenas movedizas de una guerra mundial. En tal caso, en los próximos días, los intercambios de misiles, bombas y destrucción remitirán para acabar con algunas declaraciones de ambas partes de haber infligido al enemigo suficiente daño como para salir con la cabeza alta, más o menos como en abril de 2024, aunque con muchos más muertes en ambos bandos (entonces no hubo ninguno en el bando israelí, porque Irán no quiso). Es lo que ocurriría en un mundo con cierta cordura.

La segunda posibilidad es que Trump no haga nada para agarrar a Netanyahu del collar, pero fiel a su línea aislacionista, con su conocida opinión de que a Estados Unidos nada se le ha perdido en aquellas lejanas arenas —eso dijo de Siria—, tampoco mueva un dedo para implicarse en la guerra, ni mande la séptima flota al Golfo Pérsico (la quinta ya está allí). Esta es la línea que sugirió de forma rotunda el viernes pasado Tucker Carlson, el gurú televisivo del sector estadounidense que vota a Trump: “Abandona Israel. Que sus guerras las libren ellos“.

Conociendo el poder que las redes proisraelíes ejercen sobre Congreso y Senado, es muy inverosímil que esto se convierta en política oficial, pero ya lo dije: con Trump al mando no me apuesto ni una caña a nada.

La tercera posibilidad es que Trump mande la Séptima flota y los cazas -2, los únicos capaces de destruir instalaciones nucleares subterráneas como Fordow, Irán bloquee el estrecho de Ormuz, hundiendo tres o cuatro petroleros, China hunda el dólar, y el mundo tal y como lo conocemos será un lejano y bonito recuerdo. Incluido tal vez este diario digital: gran parte de los semiconductores necesarios para la informática vienen de Corea, Japón y Taiwán.

Vamos a quedarnos, por optimismo, con las primeras dos opciones. En la segunda pierde Netanyahu, porque quedaría en evidencia que ha perdido, por soberbia, su poder sobre Washington, y es muy posible que los mismos senadores estadounidenses que saltaban como muñequitos de resorte para aplaudir cada una de sus frases en sus visitas a la capital (Avnery dixit) lo descuarticen con gusto. Esto daría un respiro a Israel, porque podría proclamar un lavado de cara momentáneo, usando a Netanyahu como chivo expiatorio para todos los crímenes cometidos, aunque luego sus sucesores los seguirán cometiendo: no son mejores que él.

En la primera opción, Netanyahu sale con la cabeza alta, proclama victoria y se queda al mando, pero tengo por mí que también pierde. Más despacio, pero pierde: habrá acelerado en décadas la inevitable derrota de Israel.

Porque Israel va a la derrota, en todos los casos, desde hace tres décadas, desde que un tipo de la cuerda de Sharon y Netanyahu mató en 1995 a Yitzhak Rabin, el último militar que quizás intentara negociar una paz duradera, y no porque fuera mejor persona que sus rivales, sino porque era mejor militar y entendía que en una guerra hay que darle al adversario la opción de rendirse. El modelo de la guerra eterna que han proclamado sus sucesores, todos ellos —tampoco entre los contrincantes de Netanyahu hay nadie que tenga un modelo distinto para el futuro— es insostenible más allá de una generación más, como mucho dos.

Porque la verdadera bomba que amenaza a Israel no es la nuclear de Irán (que de todas formas no existe aún, ni se lanzaría contra tierras de Palestina si existiera). Sino la demográfica. Y no por el crecimiento de la población árabe, como se decía antes, sino por el crecimiento de la población judía, muy judía, ultraortodoxa, un sector con una natalidad altísima, frente a los muy pocos hijos de esa clase liberal que se cree europea y mantiene el sector tecnológico y científico de Israel.

Ante sus ojos, su país se está convirtiendo en un Estado cada vez más teocrático, cada vez más incómodo para vivir. Hasta ayer. Desde ayer, además, es un país incómodo para morir: a nadie le gusta quedarse bajo un edificio destruido por un misil. Y por primera vez en su historia, los israelíes han visto que no son inmunes a este destino que llevan tantos años infligiendo a sus vecinos.

No, no se van a llevar una revelación moral. Ni entenderán de repente el concepto de ética, justicia o humanidad. Nada de eso. Pero si usted viviera en Israel, tuviera familia y además un pasaporte estadounidense, británico o francés y probables ofertas de trabajo en Silicon Valley o por ahí, también haría las maletas ahora.

Quizás no veamos un éxodo masivo, y además, el Gobierno hará lo posible para camuflarlo, pero podemos estar seguros de que esta veintena de israelíes fallecidos hasta ahora en la guerra irá reduciendo en los próximos meses la población, especialmente la que es contraria a Netanyahu y piensa que el primer ministro los ha metido en una guerra que no hacía falta. Como resultado, Israel será aún más nacionalista, más fanática, más fundamentalista, más teocrática. Una espiral que se irá acelerando hasta la implosión final en una especie de agujero en forma de sombrero negro. No será un espectáculo bonito.

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