Pedro García Cuartango: «Más que miedo, la muerte me produce tristeza»

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Pedro García Cuartango (Miranda de Ebro, 1955) gasta porte y voz de sabio, y esa cadencia al hablar que solo da el paseo. No cuesta adivinarle en la mirada el mar de Bayona, tampoco la niebla: uno es hijo de sus paisajes, también. Diríase que es un profesional de la nostalgia, pero solo es un hombre que recuerda porque sabe que la vida se escapa pero nos queda la memoria, que es una forma de gratitud. Acaba de publicar ‘El enigma de Dios’ (Ediciones B), una suerte de biografía intelectual y espiritual en la que resume el viaje que va de la fe al escepticismo, a ratos con belleza, a ratos con horror. «Este es el libro que siempre quise escribir», asegura. Es un ensayo al que le encaja muy bien aquello de Octavio Paz: «No soy creyente, pero dialogo con esa parte de mí mismo que es más que el hombre que soy, porque está abierta al infinito».

La cita con Cuartango es en el Vips frente a su casa, un lugar al que hace décadas los periodistas se abalanzaban a medianoche para leer la prensa del día siguiente. Hoy queda un kiosko en el barrio y esa es la noticia, o sea, la Historia.

—Se sentó a escribir este libro tras recibir la carta de la Seguridad Social que lo bautizaba como jubilado. Dice en él: «Sentí vértigo».

—Sí, porque fue la constatación de que la vida pasa muy rápidamente. Es un hecho común a todas las personas de mi edad: esa sensación de vértigo ante el paso del tiempo. Uno tiene muy recientes los recuerdos de la infancia y de la adolescencia, pero te das cuenta que de repente ha pasado la vida. Y la plasmación de eso es la jubilación, que te pone ante la realidad de que se acerca el final, de que estás encarando la última etapa de tu vida.

—¿Cómo le ha cambiado la jubilación?

—No me ha cambiado la rutina: sigo trabajando igual, sigo muy activo. Pero sí que me ha cambiado algo en la cabeza, un mecanismo mental. Soy mucho más consciente de la necesidad de aprovechar el presente, y también de la vulnerabilidad, de la fragilidad de las cosas, de que nada es para siempre y que hay que vivir conforme a la filosofía del ‘Carpe diem’.

«La jubilación fue la constatación de que la vida pasa muy rápidamente. Me puso ante la realidad de que se acercaba el final»

—’El enigma de Dios’ es un viaje de la fe al escepticismo. ¿Qué primeros recuerdos tiene de Dios?

—Nací en una familia católica, y desde muy niño recuerdo haber ido a la iglesia. Y estudié en una escuela parroquial… Se me ha quedado grabada la misa de las nueve de la mañana en la parroquia de San Nicolás de Bari, en Miranda, la imagen del cordero pascual en la cúpula, el sacerdote con la casulla recitando la misa en latín… Recuerdo la atmósfera, el olor a incienso del pabellón de la iglesia.

—Fue monaguillo, y con ocho años acompañaba al cura a dar la extremaunción.

—Era algo habitual. Acompañaba al cura, que rociaba a los enfermos con el agua bendita de un hisopo. Algunos estaban ya sin conocimiento… Esa experiencia me familiarizó mucho con la muerte.

—Ahora sería impensable: nadie quiere ver un cadáver.

—Durante la pandemia no se vieron cadáveres ni ataúdes. Y sucedió lo mismo en los atentados islamistas de Madrid: se ocultaron los cadáveres. En la sociedad en la que vivimos la muerte es un tabú. No se habla de ella, no se visibiliza, parece que no existe. Tenemos en nuestro inconsciente la idea de que la muerte es contagiosa, de que hay que apartarla, y por lo tanto la muerte no está presente en nuestra vida cotidiana ni en los medios de comunicación. Pero no se puede entender la vida sin la muerte. El saber que vamos a morir nos empuja, nos incentiva a vivir intensamente el presente.

—¿Nos iría mejor si pensáramos un poco más en la muerte?

—Yo creo que sí. Al final todos vamos a convertirnos en ceniza. Todos vamos a desaparecer de este mundo y me parece que es casi un imperativo moral disfrutar del presente, disfrutar de lo que hacemos, y no en el sentido de sentir placer, sino de ser capaces de entender lo que nos pasa, de ser capaces de atrapar las experiencias que tenemos, de reflexionar sobre ellas: por qué nos suceden las cosas, qué sentido tienen… Eso es necesario y eso está muy vinculado con el hecho de que somos mortales y perecederos.

«El saber que vamos a morir nos empuja a vivir intensamente el presente»

—Por cierto: ¿recuerda la última vez que rezó?

—Debió de ser cuando tenía dieciocho años. Pero no me acuerdo, la verdad. Ya no rezo: soy incapaz… Ni rezo ni recuerdo.

—¿Qué le pasó a los dieciocho?

—Tiene que ver con el despertar a la vida, con una serie de experiencias que tuve, como el hecho de pasar de una familia católica, de una ciudad de provincias y de una educación religiosa a la universidad, al colegio mayor, a viajar, a tener libertad para leer a Marx, a Feuerbach, a tantos otros autores. Eso me generó muchas dudas, y lo pasé mal durante meses. La pérdida de la fe para mí fue algo traumático.

—¿Le gustaría recuperarla?

—Me gustaría tener fe, sí, pero no la tengo.

—Le cito: «Escribir de Dios es mirarse al espejo».

—En todos los seres humanos hay un afán de trascendencia, de absoluto, de ir más allá. De que nuestra vida no suponga el final de todo, no suponga la nada. Necesitamos encontrar un sentido a nuestra vida, a nuestra existencia. Necesitamos creer en que hay algo más allá. Esa contradicción siempre me ha producido un desgarro interior. Por una parte el escepticismo, la duda, pero por otra la necesidad de creer en algo. Y ese sentimiento de belleza de la religión, de los ritos católicos, de mi infancia cuando iba a la iglesia… Todo eso me ha quedado profundamente grabado, y siento añoranza por ello.

—En ese escepticismo que habita, ¿le da vértigo la muerte, le da miedo?

—Me produce vértigo, sí. Y más que miedo me produce tristeza, porque yo he disfrutado de este mundo, y pensar en dejarlo… Me inquieta mucho la vejez, la decadencia física, el tener que ser dependiente de mi familia, de mis hijas, que tengo cuatro… Eso me preocupa mucho.

—Le dedica muchas páginas a la vejez. Y critica la visión optimista de Cicerón.

—Él veía la vejez como la época de madurez, de la sabiduría, y yo creo que no. Yo veo en la vejez algo negativo, veo decadencia, incluso involución intelectual.

—Pero yo le veo bastante bien.

—Vamos a ver: yo tengo la teoría de que el máximo nivel de creatividad lo alcanzas con veinticinco o treinta años, y a partir de ahí empiezas a decaer. Yo he perdido mucha memoria, se me olvidan los nombres, me cuesta retener los argumentos de los libros que leo. Soy consciente de que mis facultades intelectuales están en retroceso: es un hecho. Y cuando hablo con los amigos de mi edad, todos me dicen lo mismo. Es un hecho vital que hay que aceptar. Mientras seas consciente de eso, es menos preocupante. Lo preocupante es cuando ya no eres consciente.

«El máximo nivel de creatividad lo alcanzas con veinticinco o treinta años, y a partir de ahí empiezas a decaer»

—En la vejez, ¿se iluminan más los recuerdos de la infancia?

—A mí me pasa, aunque yo en general soy una persona nostálgica, muy obsesionada por el pasado, y noto que cuanto más te acercas al final vuelves al origen. No obstante, a pesar de todo, soy consciente de las trampas de la memoria, que reelabora los recuerdos. A pesar de todo, yo creo que el pasado te ayuda a vivir el presente. La nostalgia puede ser autodestructiva, pero también puede tener un sentido positivo.

—Su vida pudo cambiar en Francia, durante una vendimia, antes de los veinte.

—Yo me ganaba un dinero, así que me permitía ser autónomo económicamente. Duraba cuarenta días; primero recogíamos manzanas y luego ya vendimiábamos. Lo que pasó es que el hijo del propietario de la hacienda murió en un accidente de tráfico, y su padre me ofreció quedarme allí como su heredero, como su socio. Él estaba un poco fascinado por mi afición a la cultura y literatura francesas… Recuerdo que me lo propuso mientras paseábamos por un campo de manzanos. Me quedé abrumado por la oferta, pero ser un terrateniente en el sur de Francia no era mi vocación. Y me volví a Madrid a estudiar.

—Siempre ha sido muy francófilo, ¿no?

—Es que yo soy del bachillerato de francés. Estuve estudiando una etapa en París, filosofía, y siempre me ha atraído mucho la literatura y la filosofía francesa, por ejemplo. Fui discípulo de Gilles Deleuze en la Universidad de Vincennes, y sentía fascinación por Sartre y Camus. Fui vecino de Sartre y Simone de Beauvoir, y les vi alguna noche por la Rue Bonaparte.

«El pasado te ayuda a vivir el presente. La nostalgia puede ser autodestructiva, pero también positiva»

—Sartre y Camus representan los dos polos del compromiso del intelectual.

—Son las dos visiones confrontadas del intelectual, encarnan los dos grandes dilemas del siglo XX. Sartre era un político, un ideólogo, un filósofo que consideraba que lo importante era la acción, que el intelectual tenía que estar comprometido. Y eso le llevó a acercarse al Partido Comunista, e incluso en algunos momentos a justificar el estalinismo. Era más pragmático. Camus defendía que los principios eran mucho más importantes que cualquier causa. Esa confrontación entre la ‘realpolitik’, el pragmatismo, y los principios, representa el drama del siglo XX.

—Cita varias veces ‘El mito de Sísifo’, de Camus: «No hay más que un problema verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Y apostilla: «A las puertas de la vejez, me inclino por creer que sí ha valido la pena».

—He estado en este mundo, he vivido, he visto muchas cosas, he visto cambios históricos, he podido amar, he sufrido, he recibido duros golpes del destino, pero todo eso al final ha valido la pena. Hubiera sido mucho peor no haberlo vivido, no estar, no ser. Decía Unamuno que en un determinado momento es más importante un dolor de muelas que la existencia de Dios, y es cierto: lo importante es lo que te pasa a ti. Y hay que ser capaces de estar un poco por encima de lo bueno y lo malo; saber que todo lo que te pasa es porque estás vivo, y yo creo que eso es un valor. Yo apuesto rotundamente por la vida.

—¿En dónde encuentra el valor de la vida?

—En todo, desde el café que te tomas por la mañana leyendo la prensa hasta un paseo, tu familia, tu nieta, la amistad, la comida, el fútbol. No son cosas grandes, no son grandes sentimientos, porque lo trascendental te sucede muy pocas veces, pero la vida cotidiana tiene muchos alicientes y hay que disfrutar de los momentos. Y yo eso lo he ido desarrollando y agudizando con el paso del tiempo.

—¿Y el sentido?

—A eso respondía Camus en ‘El mito de Sísifo’. Él decía: la vida es absurda, la vida no tiene sentido, pero sí que tiene sentido la lucha. La lucha por los demás, por la justicia, por las personas que quieres. Eso es lo que da sentido a la vida. Aunque tú no lo tengas claro, aunque no creas en la vida ultraterrena, eso no obsta para que tú luches por tu propia dignidad, por tus derechos, por los derechos de los demás. Camus tenía mucha razón.

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