Si hay una cuestión que divide irremisiblemente a la Unión Europea, esa es la que plantea China. Media década después de que la Comisión Europea describiese a China simultáneamente como “un socio de cooperación, un competidor económico y un rival sistémico”, el bloque sigue sin adoptar una respuesta conjunta al desafío que presenta el gigante asiático. Quizá el mejor ejemplo sean las recientes declaraciones del presidente Pedro Sánchez, quien durante su viaje a China este septiembre pidió a Bruselas que se reconsidere la imposición de aranceles a los vehículos eléctricos de fabricación china, rompiendo con la postura colectiva de la UE. Meses antes, el canciller alemán Olaf Scholz también recibió críticas por su visita a Pekín con una delegación política y empresarial de altísimo nivel, vista por muchos como lo contrario a la estrategia de “de-risking” que se promueve desde muchas capitales europeas, la propia Berlín incluida.
Unas discrepancias de las que China es muy consciente y que el presidente Xi Jinping trató de explotar esta primavera en su tour por tres países europeos — Francia, Hungría y Serbia —cuidadosamente escogidos para ahondar en esas divisiones. No es casual que los dos últimos se cuenten entre las naciones europeas más amistosas con Pekín. Las dos, además, han aceptado una iniciativa china para realizar patrullas de policía conjuntas en su territorio.
La decisión del gobierno de Viktor Orbán de permitir el despliegue de policías chinos en Hungría, adoptada el pasado febrero, motivó un animado debate en el Parlamento Europeo a petición del grupo Renew Europe — que planteó que esta iniciativa “supone una amenaza para la seguridad europea y, en particular, para las libertades de la diáspora china de Europa” —, que no produjo ningún resultado tangible. Serbia también permitió estas patrullas conjuntas con agentes chinos en 2019 y 2023, y este septiembre ha enviado a policías serbios a varias provincias chinas “para proteger a los turistas serbios”, el mismo argumento que Pekín utiliza para justificar estos despliegues en países europeos como medida adicional de seguridad hacia sus compatriotas.
Hay antecedentes: Italia también permitió este tipo de patrullas entre 2016 y 2019, pero les puso fin durante la pandemia del Covid-19, sin que el actual ejecutivo de Giorgia Meloni haya mostrado ningún interés por recuperar esta iniciativa. China llegó a firmar un acuerdo con el Ministerio del Interior de Francia en 2014, pero la polémica causada llevó al Elíseo a dar marcha atrás. El gobierno chino también trató de venderle la idea a España y Austria en 2017, sin éxito. En el resto del bloque, la propuesta nunca ha ganado demasiada tracción.
El debate se produjo además con el trasfondo del escándalo de las llamadas “comisarías secretas” que China tiene en todo el mundo — al menos 44 de ellas en el continente europeo — con las que vigila a las minorías chinas en la diáspora y presionar para la repatriación de aquellos compatriotas que considera criminales, según documentos oficiales chinos hechos públicos por la organización de derechos humanos Safeguard Defenders. El Confidencial pudo confirmar su existencia de forma independiente y visitó una de estas instalaciones en noviembre de 2022.
Este descubrimiento provocó un escándalo internacional, pero de nuevo la respuesta varió mucho entre países. Media docena de países europeos — Austria, Alemania, República Checa, Irlanda, Italia, Portugal, Suecia, Holanda y España, más Reino Unido — anunciaron algún tipo de investigación oficial o comisión parlamentaria. En el resto, silencio. En casos como el de nuestro país, además, no se ha producido después ninguna reacción oficial ni petición de responsabilidades a Pekín, lo que ha permitido que estas comisarías secretas continúen funcionando casi igual que antes. “Han hecho algunos cambios, pero siguen operando”, confirma a El Confidencial un veterano miembro de un servicio de inteligencia europeo.
El problema del espionaje chino
También varía la respuesta ante el trabajo de los servicios de inteligencia chinos, cuyas operaciones han sido expuestas por las agencias de contraespionaje local en al menos una decena de naciones europeas. En los casos más notorios, agentes chinos operaban en el entorno de políticos conservadores o ultraderechistas o habían reclutado colaboradores entre sus asistentes en varios países. En Bélgica, una investigación periodística internacional reveló a finales del año pasado que el político Frank Creyelman, del partido Vlaams Belang, había estado trabajando con operativos de inteligencia chinos durante al menos tres años. Tras el escándalo de Creyelman, el primer ministro belga Alexandre de Croo se expresó de forma notoriamente dura al calificar a China de “país a veces muy hostil”, añadiendo: “Los chinos están intentando comprar influencia para desestabilizar nuestra democracia. Con el [llamado] Chinagate, o debería decir Interés Chino, todo esto se está desplegando ante nuestros ojos”, declaró en una entrevista con los diarios Le Soir y De Standaard.
En Alemania, un ayudante del parlamentario de Alternativa para Alemania (AfD) Maximilian Krah, identificado como Jian G., fue detenido en abril bajo acusación de espiar para China. Y fuera de la UE, ese mismo mes otros dos individuos, uno de ellos asistente de un diputado del Partido Conservador de Reino Unido, fueron imputados con cargos criminales por violar la Ley de Secretos Oficiales británica al proporcionar información clasificada a China. En otras ocasiones, el espionaje chino se ha centrado más en la consecución de secretos tecnológicos, militares o empresariales, sobre todo — pero no exclusivamente — a través de ciberespionaje. Así ha sucedido en Alemania, Holanda, Suiza, Polonia, Grecia o Noruega. También se han detectado intentos de reclutar a profesionales a través de Linkedin en países como República Checa o Reino Unido.
También es omnipresente la vigilancia y hostigamiento de las minorías y disidentes chinos. En Suecia, los tribunales han condenado en los últimos años a dos individuos diferentes por actividades de este tipo, en un caso contra la comunidad uigur (la minoría musulmana de la región de Xinjiang, en el oeste de China) y en el otro contra la tibetana. Esta forma judicial de proceder contrasta con las medidas adoptadas por otros países por acciones similares, como Francia: después de que la policía del aeropuerto Charles de Gaulle impidiese un intento de repatriación forzosa de un disidente chino refugiado en suelo francés, las autoridades galas se limitaron a exigir la salida en secreto de dos operativos del Ministerio de la Seguridad del Estado chino (o Guoanbu, por sus siglas en chino).
El motivo declarado de este secretismo es no ofender públicamente a Pekín y evitar así una crisis diplomática. Esta discreción ha sido el modus operandi habitual del Elíseo en todos los casos de espionaje chino, como ocurrió con Wu Xuan, una supuesta estudiante de los campus académicos de Estrasburgo y Metz que recopilaba información sensible sobre proyectos de inteligencia artificial, y a quien tras ser descubierta en 2021 simplemente se le permitió volver a China sin consecuencias. Tampoco hubo represalias de calado contra el país asiático tras descubrirse que el Guoanbu había reclutado a Henri Magnac y Pierre-Marie Hyvernat, dos miembros veteranos de la DGSE (el servicio de inteligencia exterior francés), quienes sí fueron condenados a 8 y 12 años de prisión.
El deseo de mantener buenas relaciones con Pekín es lo que ha llevado también a muchos de estos estados a firmar tratados de extradición con la República Popular China. Hay incluso casos extremos, como el de España, que en 2019 envió a 180 ciudadanos taiwaneses a la República Popular China, que había solicitado su extradición por su presunta participación en fraudes internacionales. En contraste, otras naciones europeas prefieren guardar las distancias en ese sentido.
Dos posturas ante los Institutos Confucio
Del mismo modo, la postura respecto a los Institutos Confucio varía radicalmente entre países. Estas instituciones, dedicadas a la enseñanza de la lengua, cultura e historia de China, están estrechamente vinculadas con el Departamento de Trabajo del Frente unido, a través del Departamento de Propaganda del Partido Comunista chino, y en ese sentido “subvierten importantes principios académicos como la autonomía institucional y la libertad académica”, según un informe de la Comisión de Revisión de Relaciones Económicas y de Seguridad China-EEUU. Se han documentado casos en los que el personal de los Institutos Confucio ha participado en actividades de espionaje y, más frecuentemente, en organización de protestas contra eventos contrarios a las narrativas del PCC en asuntos como Taiwán, el Tíbet, Xinjiang o violaciones de derechos humanos y ausencia de democracia en China.
Así, mientras en Suecia, Finlandia y Noruega se han clausurado todas las sedes de los Institutos Confucio, en la mayoría de los países europeos los gobiernos han preferido dejar ese asunto en manos de las propias instituciones académicas, que en muchos casos han optado por cortar lazos con este organismo por razones reputacionales o por considerarlo incompatible con sus propios valores institucionales. En contraste, en otros lugares como España se siguen inaugurando nuevas sedes del Instituto Confucio — la última, en la Universidad de Sevilla el pasado abril —, con notorio apoyo gubernamental.
El alcance y la diversidad de las múltiples estrategias chinas de influencia y penetración es tal que resulta extremadamente complicado consensuar una posición europea común. En palabras de un alto asesor europeo: “A diferencia de Rusia, que hoy por hoy es y se comporta como un adversario, China presenta un problema mucho más complejo. Tenemos muchísimas relaciones comerciales, y hay muchas áreas de cooperación con ese país, que no podemos simplemente echar por tierra porque no nos gustan algunas de las cosas que hace China. De lo que se trata es de evitar caer en una posición de sumisión”. Una postura razonable, pero que cada miembro de la UE interpreta a su manera.