La enfermedad nos adentra a empujones en territorios oscuros, en lugares donde el pánico, la angustia y la negación buscan, como pueden, una salida, un espacio en el que el cerebro deje de aullar y el cuerpo interrumpa por un segundo su sufrimiento. Quien enferma y los que le rodean pasan de golpe a un espacio diferente, una burbuja en la que lo único que se percibe, con lo único con lo que se convive, es el miedo y la esperanza.
Por eso los mensajes dirigidos a quienes sufren deben, o deberían, medirse con un exquisito cuidado que no siempre se observa en los medios de comunicación ni en las propias autoridades médicas ni mucho menos en quienes observan, opinan y nada saben de ello. Su vulnerabilidad debería ser suficiente para un respeto aún mayor, para una seriedad incorruptible. Pero quienes les timan a conciencia poseen otro sistema moral, crudo, inhumano; y quien esparce bulos médicos con la mejor de las intenciones pero sin el mínimo criterio merece quizás más compasión, pero idéntica sentencia.
La modelo Elle MacPherson, que, como la Emma de Jane Austen es bella, inteligente y rica, con una familia acomodada y un buen carácter, debería reunir en su persona los mejores dones de la existencia. Incluso el cáncer de mama que, según cuenta en su libro autobiográfico, la ha torturado durante los últimos siete años, la encontró en la mejor de las circunstancias. Cuando habla del abordaje holístico que ha elegido y de su renuncia voluntaria a un tratamiento que en la actualidad permite un altísimo nivel de supervivencia, olvida todos sus privilegios y corrompe su capacidad de influencia. Cuando titula el capítulo en que trata este tema No te preocupes por las cosas pequeñas, la frase, en sí misma válida, cobra un aterrador sentido: el de quien arriesga su vida en una ruleta rusa, sale, por azar, vencedor y coloca el revolver en la sien de quien tiene al lado.