Estos días de protesta y opresión en Venezuela, algunos de los mensajes más difundidos por la oposición son aquellos protagonizados por militares (activos, retirados y presuntos) negándose a reprimir manifestantes o declarándose en rebeldía contra el “presidente ilegítimo” Nicolás Maduro. No hay llamado patriótico para restaurar la democracia que no incluya una instigación al alzamiento de los uniformados y se parafrasea, aquí y allá, la manida cita del prócer decimonónico Simón Bolívar de “maldito el soldado que levanta su arma contra su pueblo”.
En realidad, estos episodios de descontento castrense son anecdóticos y muchas de las escenas que circulan por redes son recicladas de crisis anteriores, montajes o exageraciones. No hay, a día de hoy, ningún movimiento o señal que indique un malestar generalizado en los cuarteles o que apunten a la posibilidad de una insurrección masiva.
¿Hay militares descontentos, puede que incluso horrorizados, ante el fraude y la violencia poselectoral desatada por Maduro (12 muertos y más de 1.200 detenidos hasta el momento)? Sin duda. Incluso se han reportado deserciones y casos aislados de desobediencia. ¿Son estos flashes de tensión suficientes para que el chavismo civil pierda el apoyo del estamento castrense a corto plazo? Es decir, ¿podrían la Fuerzas Armada Nacional Bolivariana desconocer un gobierno que, claramente, es incapaz de demostrar que ganó las elecciones? Esta es una pregunta razonable que se repiten muchos dentro y fuera de Venezuela. El problema es que está mal formulada.
“Los militares [venezolanos] no pueden derribar al régimen porque los militares son el régimen”, resume un diplomático español con experiencia en el país.
Para comprender hasta qué punto los militares están imbricados en la dirección del estado venezolano y cómo su futuro está entrelazado al del chavismo, es conveniente analizar de dónde emana su poder e influencia, cómo los ejercen y cómo los controlan.
“Maduro es nuestro Comandante en Jefe, quien ha sido legítimamente reelecto por el poder popular y proclamado por el Poder Electoral para el periodo presidencial 2025-2031″, expresó sin titubeos el ministro de Defensa, general en jefe Vladimir Padrino, en un mensaje televisado para dejar claro a la ciudadanía que el statu quo se mantiene. “Actuaremos con contundencia en perfecta unión cívico-militar-policial para preservar el orden interno en todo el territorio nacional”, amenazó, flanqueado por varios altos mandos uniformados.
Una herencia cívico-militar complicada
La colonización política, económica, social, ideológica y empresarial de las Fuerzas Armadas es un proceso que se lleva fraguando 25 años y ha alcanzado su máximo esplendor en la década de Maduro en el poder. Lejos de ser arbitrario o casual, esta fusión “cívico-militar” fue piedra angular del llamado proceso bolivariano diseñado por el fallecido Hugo Chávez, cuyo primer intento de llegar al poder fue mediante una fallida asonada militar como teniente coronel en 1992. De su mano, cientos de militares llegaron a la administración pública y fueron cooptando crecientes esferas del poder civil.
Cuando el Comandante murió de cáncer en 2013, le dejó a Maduro en herencia un complejo entramado de lealtades ecualizadas por el mayor auge petrolero de la historia. El exmandantario había mantenido durante años un espejismo de poder compartido entre las principales familias políticas del movimiento (corrientes militares, boliburguesas e ideológicas), bajo la premisa de que la última palabra siempre la tenía él.
Pero Maduro, que venía de las luchas sindicales y obreras de la izquierda venezolana clásica, acabó laminando al bando civil de pragmáticos e izquierdistas (con ideas más reformistas y que suponían una amenaza más directa para su poder). En su lurgar, encumbró a los militares, a los que vio como la mejor opción para blindarse él y su círculo personal (su esposa, Cilia Flores, su hijo Nicolás Maduro Jr y los hermanos Delcy y Jorge Rodríguez, vicepresidenta y jefe de campaña, respectivamente).
La colonización política, económica, social, ideológica y empresarial de las Fuerzas Armadas es un proceso que se lleva fraguando 25 años
La conexión de Palacio de Miraflores, sede de Gobierno, con la Fuerza Armada se engrasa a través de dos figuras principales. Por un lado, el teniente (ya retirado) Diosdado Cabello, otro de los delfines originales del fallecido líder bolivariano (participó en el golpe de 1992) y considerado el Número 2 del régimen. Es el fundador de muchas de las redes clientelares de los militantes socialistas y se le asigna el control de los cuerpos paramilitares de la revolución, conocidos como colectivos. Y por otro, el general Padrino, figura influyente en el chavismo desde el intento de golpe contra Chávez en 2002, se ha mantenido contra viento y tempestad en la cartera de Defensa desde 2014, convirtiéndose en uno de los aliados más influyentes de Maduro.
Este triunvirato es el que públicamente ejerce y reparte el poder, aunque nadie sabe cómo está estructurada esa alianza de pesos y contrapesos. Sobre sus cabezas pesan millonarias recompensas de Estados Unidos, que los acusa de narcotráfico y violación de derechos humanos, por lo que —pese a que siempre hay rumores de tensiones internas— los tres han mantenido prietas las filas los últimos 10 años.
Lo que sí es público y notorio es el incremento sin precedentes de los uniformados en la administración pública. Actualmente, 14 de los 33 ministros de Maduro son militares activos o retirados (un 40% de todo el tren ministerial, según la ONG Control Ciudadano), incluyendo algunos en áreas tan críticas como Petróleo, Electricidad, Agricultura y Tierras, Comercio, Obras Públicas, o Alimentación. Su presencia es ubicua en todos los escalafones del poder político, de ministerios y viceministerios, a gobernaciones (seis en 2021), alcaldías y programas sociales, manejando en conjunto ingentes cantidades del presupuesto nacional.
La caja negra de los soles
Además, los militares controlan las principales fuentes de poder financiero del país, comenzando por Petróleos de Venezuela (PDVSA). Maduro les cedió a los militares la joya de la corona económica del país en 2017 y, desde entonces, la compañía estatal está su peor momento histórico. Pese a su perenne crisis de producción y gestión, PDVSA sigue aportando el grueso de los dólares (legales) que mueven las finanzas del país y, además, con miles de empleos públicos a disposición suponen una importante agencia de colocación y pago de favores.
Actualmente, tanto PDVSA como el propio Ministerio de Petróleo están bajo el mando de una misma persona, el coronel Pedro Tellechea. Otras empresas cruciales en el enorme entramado estatal venezolano también están en manos castrenses, como la de telecomunicaciones CANTV, presidida por el general de división de Aviación, Jesús Aldana Quintero.
En 2021, un estudio de Transparencia Venezuela mostró que militares activos y retirados formaban parte de las directivas de más de un centenar de compañías públicas, de un total de 925 identificadas. Su presencia era especialmente significativa en los sectores de manufactura, agroalimentación y transporte, con varias empresas de logística, transportes y gestión portuaria y aeroportuaria (como Bolivariana de Puertos). Las propias Fuerzas Armadas gestionan directamente una veintena de compañías que participan en múltiples ámbitos de la economía (petroleras, constructoras, firmas agrícolas, seguros, bancos y fábricas de ropa y vehículos). En paralelo, los militares ocupan también muchas de las entidades públicas que regulan esas mismas compañías, generando un complejo entramado de favores y alianzas.
Al control de grandes pedazos de la economía pública se le suma la (presunta) gestión de un emporio del narcotráfico. En la última década, Venezuela se ha convertido en uno de los principales países de salida de drogas hacia los rentables mercados norteamericano y europeo. Si bien el país no produce o procesa, se ha especializado en almacenaje y transporte.
Las investigaciones de las autoridades estadounidenses -que han sancionado a 14 altos funcionarios y militares venezolanos- apuntan a que son las propias Fuerzas Armadas las que se encargan de gestionar y rentabilizar esta importante ruta de ilícitos. Su control sobre las fronteras les ha permitido gestionar además otros negocios irregulares vinculados al contrabando de gasolina, minerales, armas, alimentos y personas, según varias investigaciones.
“Estas facciones son leales por intereses económicos, políticos y sobre todo, por intereses de seguridad. El llamado Cartel de los Soles está tan implicado en esquemas de gobernanza criminales, narcotráfico, extracción de oro y minerales estratégicos, contrabando de gasolina, fluidos, que nadie quiere perder esa renta. Y tampoco puedes olvidar que esos intereses se lograron bajo una lógica mafiosa, en la que una vez que entras es muy difícil salir”, explica Alejandro Cardozo-Uzcátegui, historiador y politólogo venezolano de la Universidad Sergio Arboleda, e investigador en la Universidad Simón Bolívar.
Represores, reprimidos
Por último, los militares también dirigen gran parte del aparato represor a través de la Guardia Nacional (una policía militarizada) y del Ministerio del Interior, dirigido por el almirante Remigio Ceballos. De este dependen los cuerpos policiales (como la Policía Nacional Boliviana, comandada por el general de brigada Rubén Santiago) y otros órganos de seguridad e inteligencia. Todo dirigido por galones, que mandan sobre unos 100.000 efectivos (muchos de ellos reservistas).
“El golpe de estado, de una forma clásica militar o cívico militar, está descartado. También las acciones del estilo primavera árabe están descartadas porque el aparato de represión de Maduro es multidimensional y muy eficiente. Más viable sería un escenario como el de Ucrania y la revolución naranja, donde hubo un movimiento espontáneo masivo contra el robo de unas elecciones. Pero la gran diferencia es que el apoyo real de las fuerzas extrabloque en Estados Unidos es cero. La oposición está sola. Solo hay apoyo simbólico“, sopesa el politólogo.
A su vez, los propios militares son controlados por el servicio de inteligencia militar y la inteligencia civil (el Servicio Bolivariano de Inteligencia también está en manos del general Gustavo González, un militar cercano a Diosdado Cabello), todo con asesoría y vigilancia de los militares cubanos, a los que Chávez abrió de par en par las puertas de la Fuerza Armada para fomentar la ideología socialista y el control político en los cuarteles (lo que complica cualquier potencial conspiración a gran escala). A lo largo de los años ha habido deserciones de alto nivel y focos de potencial insurrección que han sido purgados sin piedad.
“Por supuesto hay mandos inferiores a Padrino López que posiblemente estén aturdidos y quisieran tomar acciones. Ahí es donde entra el aparato cubano, entrenado para disolver esos posibles cambios de lealtades a partir de la infiltración”, comenta el analista.
Algunos insisten en el paupérrimo estado de la tropa, que está lejos de recibir las prebendas y caudales del alto mando. Sin embargo, apuntan observadores del mundo militar venezolano, incluso los soldados rasos disponen de ciertos privilegios respecto a sus conciudadanos. Parte de la tropa hace sus propios negocios al margen de la legalidad, como han denunciado asociaciones ciudadanas, medios y ONG, ya sea a través de su mayor acceso a alimentos, la gestión de la gasolina o el acceso a armamento y vehículos. En una sociedad derrengada económicamente, hasta los militares menos conectados se han convertido en una suerte de casta y una de las pocas profesiones en las que es posible medrar y prosperar.
La Fuerza Armada Nacional Bolivariana es una caja negra insondable. Los analistas saben que están lejos de ser la entidad monolítica que quiere vender la propaganda venezolana y todos coinciden en que cualquier eventual transición de calado pasar por los militares. Por eso, las preguntas sobre qué pasa en el seno de los cuarteles se multiplican. ¿Podrían los generales considerar que Maduro ya no es útil como líder del chavismo y buscar un cambio de imagen? ¿Puede haber ambiciones personales irrefrenables entre los uniformados que hagan tambalearse el tablero? ¿Habrá tensiones, rencillas y cuentas pendientes por cobrar entre las familias castrenses? Todo, rumores y conjeturas.
Los hechos, a día de hoy, apuntan a que un estamento militar híperconectado en la esfera política, económica y social, con enormes negocios legales (y presuntamente irregulares) que les permiten engrasar las lealtades, tiene pocos incentivos para buscar un cambio de signo en el gobierno. Y el régimen ya se ha encargado de hacer saber, una y otra vez, el precio a pagar para los que se atrevan a ir en contra del sistema.
“Cualquier grupo de las Fuerzas Armadas que quisiera defender los resultados electorales estaría muy controlado. El castigo por cambiar de facción política es altísimo, que puede incluir la desaparición y la muerte. En ese camino hay tortura, en ese camino, hay castigos a las familias. Es un camino de riesgos que ningún militar querría recorrer en soledad”, concluye Cardozo-Uzcátegui.