No está claro con cuánta antelación lo hizo, pero antes del 20 de septiembre de 1988 Jacques Delors (1925 – 2023), presidente de la Comisión Europea, recibió en su despacho en las oficinas de la institución en Bruselas (Bélgica) la copia de un discurso que la primera ministra británica, Margaret Thatcher (1925 – 2013), iba a realizar en Brujas, a pocos kilómetros de la capital comunitaria, en aquella fecha. El político francés probablemente no lo sabía, pero aquel discurso se había ido matizando para intentar evitar un choque directo. Una misión claramente fracasada, porque Delors, que tenía previsto viajar a Brujas, decidió cancelar el desplazamiento.
Tampoco sabía que ese discurso marcaría a décadas, que era un pulso casi final entre dos visiones del futuro de Europa. Fallecido el 23 de diciembre del 2023, despedido como uno de los padres fundadores de la Unión, Delors era un político hábil, inteligente y capaz, que había logrado crear una Bruselas poderosa con tendencias federalistas. La primera ministra británica buscaba poner freno a esa tendencia, poner un límite al presidente de la Comisión. Fracasó, pero en su intento escribió un hito para Europa y el Reino Unido.
Thatcher llegó aquel 20 de septiembre en coche hasta la puerta del Campanario de Brujas, en la plaza central de la ciudad, entró en el edificio y dio un discurso que marcaría la historia política de Europa. Su “discurso de Brujas”, en el que la primera ministra rechazaba la idea de una Europa social y ponía sobre la mesa la idea de que luchaba contra un “macroestado europeo”, sin mencionar la palabra “socialista” pero dejándolo entrever, puso al partido conservador en ruta hacia el Brexit, arrastrando con él a todo el Reino Unido. Aquel era un discurso vivo, en que algunas secciones luchaban contra otras. No era euroescéptico, pero incluía los mimbres del futuro euroescepticismo conservador británico. Aquella intervención y esas dos figuras, Thatcher y Delors, fueron fuerzas que han dado forma a la Europa de hoy. Entender su relación y su desencuentro final es una manera de ver y entender la UE de hoy.
Pero para entender ese choque, esa jornada clave para Europa y todo lo que había de fondo, hay que remontarse mucho más atrás. No solamente a las semanas previas a aquel discurso, que ya habían sido muy tensas: hay que ir años antes a 1984, 1986 y, finalmente, a los meses previos a septiembre de 1988. Algunos de los momentos clave de la presidencia Delors, los mismos por los que el político francés ha sido despedido recientemente como uno de los padres fundadores de la Unión Europea.
1984 – 1986: de alianza estratégica al enfrentamiento
A medida que la comisión de Gaston Thorn empezaba a llegar a su fin los líderes europeos empezaron a discutir un posible sustituto. La mayoría esperaban que la República Federal de Alemania se hiciera con el puesto. El canciller, Helmut Kohl, hizo campaña por el político democristiano Kurt Biedenkopf, mientras que François Mitterrand, presidente francés, defendió el perfil del comisario galo Claude Cheysson. Kohl desbloqueó la situación explicando, según algunos documentos, que podría aceptar un candidato francés si “sus iniciales eran JD”. Thatcher también respaldó a Delors.
El francés era una figura bien vista fuera de su país. Un socialista de la llamada “segunda izquierda”, muy centrado, vinculado con la lucha sindical por su participación activa en el Confédération française des travailleurs chrétiens (CFTC), Delors se había convertido en ministro de Finanzas de Mitterrand en 1981, tras dos años en el primer Parlamento Europeo elegido por sufragio universal. Se ganó el respeto de Alemania y Reino Unido al devolver a Francia hacia políticas fiscales más responsables.
Quizás era un socialista, pero desde luego era moderado y entendía el mercado, lo cual, a priori, lo hacía compatible con Thatcher. En un principio el francés tuvo en la británica una aliada importante. La idea de crear un mercado común estaba muy en línea con la visión que Thatcher tenía sobre el proyecto europeo: práctico, no político. La idea del mercado interior era una manera de contar con el total respaldo de Londres para salir de la “euroesclerosis”, la etapa de parálisis de la integración europea entre los años setenta y ochenta, y de avanzar para poner fin a las prácticas proteccionistas entre Estados miembros que seguían a la orden del día.
La sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (actual TJUE) Cassis de Dijon, de 1979, en el que señaló que un producto que se vendiera legalmente en un Estado miembro, como la bebida alcohólica Cassis en Francia, no podía prohibirse en otro Estado miembro, en este caso Alemania, abrió la primera brecha para empezar a empujar de verdad por un mercado interior real y unido. Delors lo convirtió en una prioridad política y Thatcher envió a un hombre de su máxima confianza a Bruselas, Arthur Cockfield, que había sido prácticamente su asesor personal. El francés lo puso al frente de la cartera de Mercado Interior, es decir, a los mandos de su proyecto más ambicioso, en el que avanzaron a una alta velocidad. En junio de 1985 Cockfield ya había identificado 300 barreras comerciales que debían desaparecer para crear un verdadero mercado interior.
El problema de Thatcher y del Reino Unido es que eran los líderes a la hora de presionar para que se creara un verdadero mercado único sin barreras internas que favorecería su visión del mercado, pero al mismo tiempo se oponía frontalmente a cualquier reforzamiento del marco político común. Para Delors eran dos caras de la misma moneda y en su visión para sacar a Europa de la “euroesclerosis” el mercado interior era únicamente la primera pieza, y veía el progreso de Europa como un auténtico “efecto dominó” en el que el grupo de Estados miembros tendrían que ceder secciones de la integración por la que sentían desconfianza a cambio de avanzar en aquellas que eran prioritarias para ellos.
Es lo que se llama un “spillover effect”, algo así como “efecto contagio” o “efecto derrame”. Una vez se movía la ficha del mercado interior había que mover toda otra serie de piezas para adaptar el tablero europeo a la nueva realidad. Avanzar en el mercado interior podía parecer algo totalmente práctico y nada político, pero lo cierto es que generaba nuevas necesidades que abrían puertas políticas: con un mercado compartido era necesario poder tomar decisiones de forma más ágil y rápido, de manera que en el Consejo se debía abandonar el voto por unanimidad y avanzar hacia el voto por mayoría cualificada (QMV).
La teoría del “spillover effect” se mostraba ahora como real, dando la razón a Ernst Bernard Haas, fundador del neofuncionalismo, que defendía que una mayor integración en un aspecto práctico provocaría una mayor integración en otros aspectos, a pesar de que el estancamiento de los años 1960, la “euroesclerosis”, hubiera parecido que negaba la teoría defendida por el alemán y por otros académicos, como Leon N. Lindberg, que defendió esta teoría en los años setenta.
1986, Acta Única
El Acta Única, primera modificación real del Tratado de Roma de 1957, era totalmente necesaria y era la cristalización de esa visión neofuncionalista. Adaptaba la Comunidad Económica Europea a esa nueva realidad extendiendo la QMV y poniendo fecha al final de los trabajos para completar el mercado interior: 1992. Pero ese movimiento, totalmente necesario para hacer realmente funcional el mercado interior que tanto interesaba a Thatcher y al Reino Unido, tenía importantes consecuencias paralelas que quizás, en ese momento, eran difíciles de prever. Thatcher “consideraba que era un precio que merecía la pena pagar por el bien mayor de asegurar el mercado único. Y no hay que olvidar que muchos otros países europeos se mostraban muy escépticos, por no decir reacios, al mercado único”, explicó años después Charles Powell, asesor de Asuntos Exteriores de la primera ministra británica.
El veto nacional no era una cuestión menor en el Consejo. Ni siquiera era siempre una cuestión procedimental. Se respetaban los vetos de los Estados miembros en las materias que consideraban críticas para su interés nacional. Era lo que se conocía como el “Compromiso de Luxemburgo”. En enero de 1966 había pasado ya medio año desde el inicio de la llamada “crisis de la silla vacía”, cuando Francia dejó de participar en los órganos de la CEE. De fondo estaba el rechazo holandés cuatro años antes al plan de Charles de Gaulle para la creación de una “unión política” en Europa que el resto de los socios fundadores de la CEE consideraban que era un intento de sistematizar un dominio franco-alemán que diera mayor influencia a París.
El fin del “Compromiso de Luxemburgo” a través de la Acta Única permitía por fin deshacerse del veto, rompió el tabú de sacar adelante una decisión por encima de la voluntad de un Estado miembro y, en consecuencia, permitió avanzar más rápidamente hacia una integración política. Para Thatcher el Acta Única era necesaria para seguir adelante con su visión del mercado interior, para Delors era un instrumento para avanzar en ese “efecto contagio” que haría que el resto de piezas cayeran una tras otra.
Pero la Acta Única abría también el camino a algo que para la primera ministra era ya intolerable: la Unión Económica y Monetaria. Así, en junio, se estableció el “Comité Delors” que trabajaría en el diseño de la moneda común a la que Thatcher siempre se opuso. “A partir del verano de 1988, Thatcher actuó con decisión contra el proyecto europeo, que ahora temía que hubiera empezado a descontrolarse. El éxito del mercado único, que había promovido enérgicamente como una proyección a escala continental de su propio programa nacional de reformas, había desencadenado irónicamente un proceso de integración supranacional del tipo que ella más temía”, escribió Anthony Teasdale en el epílogo de la reciente reedición de “Europe: The Enlightening History of a Continent”, una obra del historiador francés Jean Baptiste Duroselle, fallecido en 1994. Teasdale fue Director General del Servicio de Estudios del Parlamento Europeo (EPRS), y antes trabajó como asesor especial del Ministerio de Asuntos Exteriores y del Commonwealth (FCO) del Gobierno británico durante estos años clave.
1988: Brujas y el inicio del Brexit
Delors podía ser un moderado dentro del socialismo francés, una “segunda izquierda” proveniente del catolicismo, pero seguía siendo un socialista, por mucho que hubiera llegado tarde al partido. Y la creación del mercado interior no era algo que podía alimentar lo que el propio Delors había identificado en una carta en los años setenta como “la raíz del mal: el individualismo”. El francés, enraizado en la tradición personalista representada por Emmanuel Mounier en la Francia de los años treinta, consideraba que el capitalismo alimentaba ese individualismo que creaba una “sociedad de exclusión”.
La apertura del mercado interior regaba esa misma “raíz del mal” que preocupaba a Delors, por lo que el presidente de la Comisión Europea empezó a apuntalar una estrategia con la que contrarrestar los desequilibrios que su apuesta había generado. Así fue como empezó a hablar de la “Europa social”, una idea que sigue viva hoy.
Europa tenía ahora los instrumentos para una integración más rápida, algo que Thatcher podía tolerar solamente por el bien del mercado interior, y Delors le intentaba ahora darle una dimensión social. Cada una de esas dos características por separadas eran ya peligrosas para la primera ministra británica, pero ambas, unidas, eran una amenaza real a su manera de entender el mundo, la propia “raíz del mal” para ella. En junio de 1988 el Consejo Europeo celebrado en Hamburgo reeligió a Delors como presidente de la Comisión, pero los británicos no estaban especialmente contentos con la decisión, e hicieron notar su apoyo por Ruud Lubbers, primer ministro de Países Bajos, aunque cuando tuvieron claro que Lubbers no tenía interés por el puesto en Bruselas no presentaron especial oposición. La esperanza en Londres era que Delors fuera elegido primer ministro por Mitterrand, aunque sabían que las posibilidades eran escasas, y que así no repitiera al frente de la Comisión.
En julio de 1988 un Delors reelegido y lanzado hacia el diseño de la moneda común, en un discurso ante el Parlamento Europeo, reflejaba la fase final de aquella visión del “efecto contagio” que había activado el mercado interior: “De aquí a diez años el 80% de nuestra legislación económica, y quizás incluso fiscal y social también, será de origen comunitario”. La bestia de Thatcher era la idea de un “superestado europeo”, todavía más si incluía el apellido “socialista”. Delors claramente tenía la idea de que cada vez se tomaran más decisiones a nivel supranacional, dando más poderes al Parlamento Europeo y reduciendo la capacidad de veto de los Estados miembros, como demostraba el Acta Única, pero ahora encima amenazaba con esa visión social de Europa. El discurso de julio no pasó desapercibido en el número 10 de Downing Street.
Pero la siguiente fecha clave en esa construcción de la idea de una “Europa social” llegaría muy pocos días antes del famosísimo “Discurso de Brujas”. El 8 de septiembre, en Bournemouth (Reino Unido), en territorio de Thatcher, Delors dio un discurso ante el Congreso de los Sindicatos británicos, donde había sectores que veían en Bruselas la única posibilidad de superar al thatcherismo que los había arrinconado en el Reino Unido. No era un discurso ante cualquier tipo de audiencia. Era un discurso ante algunos de los principales rivales de Thatcher.
Allí Delors, en un discurso titulado “1992: la dimensión social”, habló de una “revolución pacífica”. “Sería inaceptable que Europa se convirtiera en una fuente de regresión social”, explicó el francés mientras dibujaba el boceto de esa idea de la Europa social que todavía domina la visión de la Unión por parte de la izquierda. Lo que antes era un socialista moderado y centrista ahora era para Thatcher un socialista francés más, con una peligrosa visión de un macroestado europeo.
Es en ese contexto, tras los dos discursos de Delors, el de julio ante la Eurocámara pero muy especialmente el de septiembre ante el Congreso de Sindicatos en Bournemouth, en el que se diseña el discurso de Brujas. Hacía meses que se estaba cocinando. A finales de agosto se trabaja ya intensamente en él. El 7 de septiembre, un día antes del discurso de Delors en Bournemouth, Charles Powell, asesor de Thatcher, mueve el borrador del discurso por Whitehall. Geoffrey Howe, al frente de la oficina de Exteriores, se enfadó y mucho al leer el discurso. En los días previos al discurso en Brujas se hacen varios borradores. Y se eliminan referencias que pueden ofender directamente a Delors. La tensión ya era muy alta antes incluso del segundo de los discursos del presidente de la Comisión. En verano Thatcher había dado una entrevista a la BBC en la que calificaba las iniciativas del político francés como “ideas de hadas”. Lo cierto es que de todos los borradores que hemos conocido y que han ido viendo la luz, no parece que el discurso de Bournemouth provocara cambios mayores: de hecho, en aquellos 12 días hasta Brujas lo que ocurrió fue una eliminación progresiva de cualquier “personificación” del discurso. Por ejemplo, se pasó de mencionar directamente a Delors a hablar de “la Comisión”, e incluso esto se redujo hasta “la Comunidad”.
Es curioso que el discurso de Brujas haya tenido tal importancia en el euroescepticismo británico, especialmente teniendo en cuenta que una de las mentes detrás de él era el historiador eurófilo Hugh Thomas. La idea es que el discurso era antifederal, pero no antieuropeo, y Thomas estuvo detrás de algunas de las secciones clave del discurso. Las batallas de aquellos días entre algunos sectores dentro del Gobierno británico, entre frentes de la Oficina de Asuntos Exteriores y algunos estamentos de Downing Street, forma parte de la prehistoria del Brexit.
El 14 de septiembre hay un borrador bastante estable que se envía a la FCO. Notas internas apuntan a que en la oficina creían que habían logrado un 80% de sus exigencias y que habían logrado un “ejercicio de limitación de daños”. El 19 de septiembre Thatcher hace personalmente algunos cambios. Y así se llegó al 20 de septiembre. Esa misma mañana Thatcher practica el discurso en el número 10 de Downing Street.
Después la “Dama de Hierro” voló a Brujas. No es una jornada agradable para ella. No juega en casa. El rector del Colegio de Europa, una institución que formaba y todavía forma a la élite del funcionariado europeo y que era la organizadora de aquel evento, habló poco antes que ella y señaló la necesidad de avanzar hacia “los Estados Unidos de Europa”. La tensión entre esa visión del futuro del continente y la visión de Thatcher era obvia para cualquiera. “No nos hemos embarcado en la empresa de hacer retroceder las fronteras del Estado en casa, sólo para ver cómo un superestado europeo se prepara para ejercer un nuevo dominio desde Bruselas”, aseguró Thatcher en Brujas, en una de las frases clave de su intervención, obra de Thomas. El discurso, como muestran las propias notas internas del gabinete de la primera ministra, buscaban marcar territorio ante la Comisión Europea de Delors.
Muchos creen que Thatcher se esforzó por evitar añadir un apellido a ese “superestado”: socialista. Y lo cierto es que en octubre, en la conferencia Tory, la primera ministra británica dio ese paso: “La elección entre dos tipos de Europa: una Europa basada en la más amplia libertad de empresa posible o una Europa gobernada por métodos socialistas de control y regulación centralizados”. Eso era lo que realmente quería decir en Brujas, aunque su equipo y ella misma consideraban que quizás no fuera el lugar para hacerlo.
Pero aunque el euroescepticismo británico encuentra en aquel discurso la piedra fundacional sobre la que se acabó construyendo el Brexit, lo cierto es que Thatcher fue clara en aquel momento sobre su visión: ella estaba en contra de la deriva más federal del proyecto europeo, pero no pensaba que Londres debiera estar fuera del mismo. “Gran Bretaña no sueña con una existencia acogedora y aislada al margen de la Comunidad Europea. Nuestro destino está en Europa, como parte de la Comunidad”, explicó en Brujas la primera ministra británica. Tanto Hughes como Powell han dejado claro que el discurso no buscaba ser antieuropeo, sino plantear una “visión alternativa de Europa”, una visión antifederal, pero no euroescéptica.
Tras su discurso, Thatcher fue en coche hasta Bruselas, donde fue recibida por el rey y luego tuvo una cena con el primer ministro belga y un buen número de los miembros de su gabinete. Leo Tindemans, ministro de Exteriores de Bélgica, respondió de forma tajante durante la cena al discurso que había realizado unas horas antes. Thatcher, acostumbrada a escribir notas de agradecimiento, no escribió ninguna al primer ministro belga por la cena. No tuvo que ser un encuentro sencillo. En una nota a su embajador sí que hizo referencia a aquella cena. “Me deprimo bastante sobre el futuro de Europa cuando escucho las opiniones federalistas de Leo Tindemans: pero espero que hayamos conseguido transmitir algunos puntos a los demás. No cabe duda de que el discurso de Brujas ha llamado la atención”, escribió.
Thatcher estaba sorprendida por el ruido que armó su discurso. En la Conferencia del Partido Conservador un mes después, hizo referencia a ello. “Por algunas de las reacciones se diría que he reabierto la Guerra de los Cien Años”, bromeó, entre las risas de los presentes en el centro de conferencias de Brighton. Thomas, ese asesor proeuropeo que había estado detrás de algunas de las ideas clave del discurso, sintió rápidamente que aquella intervención se había alejado de su voluntad inicial, y empezó a sentirse a aislado por los sectores euroescépticos dentro del Partido Conservador y del aparato del Gobierno.
Pero aquel incidente había dejado a la vista de todos algo fundamental: la visión opuesta que tenían Delors y Thatcher sobre lo que representaba realmente el mal. Para el francés era el individualismo, la falta de comunidad. Esa era la “raíz del mal” de la que hablaba en su correspondencia, y sabía que su proyecto europeo había alimentado ese individualismo. Sus esfuerzos se centraban en intentar crear un contrapeso. Para Thatcher la raíz del mal era precisamente ese socialismo que ahora el francés al que ella había apoyado poco antes estaba intentando impulsar a nivel europeo.
1989, caída del Muro, Maastricht y la “Unión política”
No tenemos demasiada información sobre cómo reaccionó Delors al discurso de Brujas de manera inmediata. Pero el 17 de octubre, más o menos un mes después, el presidente de la Comisión habló, también en Brujas, y ante el intento de Thatcher y los suyos de marcar territorio, Delors marcó que el camino a seguir era precisamente al que se oponía la primera ministra británica. “He sido siempre un adepto de la política de pequeños pasos, como testimonia la experiencia, pero me alejo un poco de esta idea porque el tiempo apremia”, defendió.
Sí sabemos que, al menos en el corto plazo, el francés acabó imponiéndose en el pulso con Thatcher, y que este no sería el último de sus encontronazos. Lo cierto es que la primera ministra, su visión del mundo y, por lo tanto, de Europa, quedó completamente desorientada por la caída del muro de Berlín. Como Teasdale, “para ella, la unidad de la Europa de posguerra era menos un proyecto de paz designado para promover la reconciliación franco-alemana y hacer imposible la guerra a través de las interdependencias, que un proyecto de la Guerra Fría para mantener unida a la Europa occidental frente al poder, la provocación y la potencial agresión soviética”.
Con el inicio del desmoronamiento del mundo soviético, la brújula europea de Thatcher pierde el norte, mientras la visión política de Delors empieza a tener todavía más sentido. Con la caída del muro la reunificación de Alemania era inevitable a ojos de Bonn, y aunque la primera ministra veía con una enorme desconfianza la idea, lo cierto es que Khol ya había dejado claro en un discurso en Oxford en 1984 que su Gobierno jamás renunciaría a la reunificación. Thatcher estaba en la audiencia de aquel discurso, pero no estaba sola en su desconfianza: Giulio Andreotti (Italia) Ruud Lubbers (Países Bajos) e incluso Mitterrand temían la reunificación.
En aquella misma intervención en Oxford, el canciller alemán explicó que esa reunificación solamente se podía producir en el contexto de “una unión política de Europa, sin ‘si’ ni ‘pero’”. Delors siguió empujando su visión de Europa, de la moneda común y de la Unión política en ese contexto. La reunificación alemana hizo que no hubiera marcha atrás al euro y puso en la rampa de despegue el Tratado de Maastricht, que se acordaría en 1991 (y se firmaría en febrero de 1992), un texto que no ilusionaba especialmente a Delors, que consideraba que se había quedado corto, pero que dio forma a la Unión Europea de hoy. La reunificación alemana requería que esos poderes quedaran dispersos en algo más grande, menos controlado por Berlín.
Antes de Maastricht llegaría el último y final encontronazo entre Thatcher y Delors. En octubre de 1990 los líderes europeos se reúnen en el Consejo Europeo celebrado en Roma. Allí se discute precisamente el camino hacia Maastricht, se habla de la unión política y monetaria. Delors defiende su visión del futuro, y Thatcher, de vuelta en Londres, ante la Cámara de los Comunes, hace otro de los discursos que pasarían a la historia y que se convertirían también en uno de los credos de los euroescépticos durante décadas: “El presidente de la Comisión, el señor Delors, dijo el otro día en una conferencia de prensa que quería que el Parlamento Europeo fuera el órgano democrático de la Comunidad, que la Comisión fuera el Ejecutivo y que el Consejo fuera el Senado. No. No. No”. Aquella fue la señal que hizo que Geoffrey Howe, al que el discurso de Brujas molestó y que ahora era primer ministro adjunto, dimitiera, dando inicio a la disputa por el liderazgo del Partido Conservador que acabaría con la dimisión de Thatcher, poniendo fin a la era de la “Dama de Hierro”, pero dejando sólidas bases euroescépticas dentro de los Tories.
Más allá de las consecuencias domésticas para Thatcher de su política europea y nacional, lo cierto es que la caída del muro había tenido lecturas completamente distintas en Londres y en otras capitales europeas. Como escribe Teasdale, “la repentina desaparición de la amenaza comunista del Este hizo que Thatcher no viera la necesidad de intensificar la integración europea, ya fuera a través de la unión monetaria o política, mientras que muchos de sus colegas dirigentes llegaron a la conclusión contraria. Consideraban que estas medidas eran necesarias, si no imperativas, para evitar el riesgo de desintegración y de retroceso hacia un nacionalismo divisivo”.
¿Qué pensaban realmente Delors y su círculo más cercano de la primera ministra? Unas notas preparadas por su director de gabinete adjunto para un desayuno en 1993 con el Conseil national du patronat français muestra, de forma escueta, un par de pinceladas sobre cómo debía definir a la ya exprimera ministra británica: “Forma de pensamiento político original en Europa. No está vinculada a ninguna corriente de pensamiento conocida, aparte de ciertos aspectos del radicalismo estadounidense. Atormentada por el declive del Reino Unido. Había visto claramente las causas de este declive (élites patronales, sindicatos)”. Thatcher pudo perder el pulso puntual con Delors, pero ese pensamiento original dejó poso.
Delors, maestro de judo europeo
Cuando fue elegido presidente en 1985 Delors tenía pocos poderes. No los tuvo tampoco en los años venideros. Y, sin embargo, era poderoso. Lo era porque entendió el carácter personal de la política europea, porque fue capaz de entender que primero había que encontrar soluciones prácticas que desbloquearan después progresos políticos. Supo ejecutar a la perfección la teoría de los neofuncionalistas. Y fue, siempre, un hombre lleno de ideas. Charles Grant, su biógrafo, cuenta que le explicaron que parte del trabajo de Paschal Lamy, su jefe de gabinete en la Comisión, era decirle al presidente cuál de las veinte ideas que había tenido podía funcionar.
En los progresos que Delors logró para la Unión Europea jugó un papel fundamental saber leer a los líderes y mover fichas para impulsar su visión del proyecto. Eran ellos los que tenían el poder real, y la visión del francés requería que renunciaran a ella, algo que, obviamente, no era sencillo. El Mercado Interior fue su primer movimiento, y Thatcher, una de las personas más poderosas de aquella Comunidad Económica Europea, le respaldó. Cuando el Mercado Interior desbloqueó las decisiones por mayoría cualificada, la británica consideró que era un precio que estaba dispuesta a pagar, pero cuando se dio cuenta de que eso desataba una serie de piezas de dominó que empezaban a caer ya era demasiado tarde. Brujas llegó demasiado tarde.
Igualmente, Delors fue capaz de impulsar la unión económica y monetaria jugando con otras piezas. Es cierto que Kohl ya se había comprometido, en principio, a renunciar al Deutsche Mark en 1988, pero fue la caída del muro y la voluntad de Bonn de avanzar rápido hacia la reunificación lo que permitió que el proyecto del euro quedara marcado en piedra, que ya no hubiera vuelta atrás. Igualmente, la reunificación abrió paso a un mayor nivel de soberanía compartida para evitar una Alemania demasiado poderosa. Como un maestro de judo, Delors utilizaba la fuerza de sus “oponentes” en esa lucha por el poder europeo para moverlos en la dirección que a él interesaba, aunque nunca habría podido hacerlo si Kohl, Mitterrand, Felipe González en España o Giulio Andreotti en Italia no hubieran tenido interés en un proyecto europeo fuerte. Él, como sus predecesores al frente de la Comisión y como sus sucesores, no tenía un poder real, pero aprendió a utilizar el poder de los líderes nacionales.
Otro elemento fundamental en Delors es que no estaba especialmente interesado por el poder. Éste era solamente una manera de alcanzar unos objetivos que, para él, eran su contribución a la sociedad, siguiendo así la tradición personalista de Mounier que tanto le había marcado. De abuelos campesinos en Corrèze (sur de Francia) y de padres humildes, Delors era un trabajador nato, un hombre entregado a sus tareas, ya fueran en el Banque de France, donde trabajó entre 1945 y 1962, como después en el Commissariat Général du Plan antes de llegar a estar cerca del poder. Discreto y centrado en sus funciones, poco interesado por el poder si no tenía margen para generar un impacto en la sociedad, el francés rechazó en 1965 unirse al equipo de Mitterrand y en 1974 unirse al del futuro presidente Valéry Giscard d’ Estaing.
Esa misma falta de interés por el poder, y su biógrafo Grant cree que también un cierto complejo de inferioridad por falta de formación, jugaron un papel importante en que Delors, que en 1994 estaba a punto de abandonar la presidencia de la Comisión, tomara otra decisión que marcaría su vida: rechazar presentarse a las presidenciales francesas por el Partido Socialista frente a Jacques Chirac, unos comicios en las que muchos consideraban que podría ganar sin demasiados problemas.
Delors fue un gigante europeo, un padre fundador de la Unión que relanzó el proyecto y que supo entender las necesidades, las motivaciones y los intereses de los líderes europeos para sacarlos de la “euroesclerosis” y empujarlos hacia una era de reformas y de integración. La Europa de hoy es la de Delors. Pero su pulso con Thatcher está, todavía hoy, muy vivo, representando dos fuerzas que siguen en el corazón de Europa: la visión de una Unión cada vez más estrecha choca con una Unión que ahora es más intergubernamental, en la que los líderes tienen bien amarradas las riendas de la UE y en la que resurge, poco a poco, una visión conservadora de Europa que enlaza con aquella visión que Thatcher y sus asesores intentaron reflejar en Brujas, no necesariamente euroescéptica, pero sí decididamente antifederal.